jueves, 23 de agosto de 2012

La Subida al Cielo Mito de los indios bororo Textos e ilustraciones de Ciça Fittipaldi

     Las mujeres siempre salían de sus aldeas. Se iban por los distintos caminos que se alejaban de las casas como rayos de sol, eran caminos que serpenteaban hacia los sembradíos, y hacia el agua que se perdía lentamente entre la maleza. Después estaba la casa-bosque del Bope, que era el espíritu responsable de los cambios de la naturaleza, del nacer y del morir, y que tenia barbas y cabello largo. Las mujeres se iban a un lugar extraño. Un lugar para hacer algo que nadie había descubierto. Nunca llevaba a sus hijos, y cuando regresaban no traían  nada de allá: sus canastas venían vacías. Los niños preguntaban si no habían traído algo, pero ellas no respondían, no decían nada. Los hombres bororo salían a cazar y a pescar. Al regresar traían capibaras, tapires, cocodrilos, venados o algunos jabalíes, pero siempre necesitaban al Bari para bendecir la carne antes de comerla, porque estos animales eran del Bope, el dueño de la maleza, del calor, y del frio, de las aguas y de la humedad de las lluvias, de las nubes y los vientos, de los mundos subterráneos y terrestres y de los cielos. El Bari era el brujo poderoso de la tribu, y su alma se comunicaba con la de los espíritus. Solo él podía bendecir a los animales del Bope dando la primera mordida. Así, él comía primero y ya después todos los demás se llenaban la barriga.

     Por la noche la vida en la aldea sigue. Mientras unos duermen, otros continúan con sus actividades no importando el horario: conversaciones, visitas, trueques y favores; todo se comenta. Una mujer se levanta para avivar el fuego y sentarse después cerca de su marido; platica con él mientras hace una canasta o un abanico; a veces, con una cuerdita amarrada al dedo del pie, mece la hamaca donde duerme un niño. Pero también de noche, hay un zum-zum en la casa de los hombres, que es el centro de la aldea. Y en esa casa ellos comentaban las salidas de las mujeres. Aquel era un misterio. Los hombres se preguntaban a dónde iban sus esposas durante el día y qué era lo que hacían, pero no lograban averiguar nada. Por la mañana las mujeres salían de nuevo y dejaban a los niños en la aldea jugando, recogiendo cocos o un palmito, persiguiendo lagartijas o haciendo humo para espantar a los mosquitos. De regreso las mujeres llegaban con las manos y las canastas vacías, sin algo que ofrecer. Los niños se enojaban, algunos lloraban porque querían ir con sus madres, pero ellas nunca los llevaban.

    Hasta que un día, un niño que desconfiaba mucho de esos viajes de las mujeres, decidió seguirlas, armado con su arco y sus flechitas, escondiéndose entre la maleza. Cuando se fue acercando al lugar donde se encontraban, oyó los golpes rítmicos del molinillo de maíz en la milpa. Pero al acercarse todavía más, fue descubierto por las mujeres. Su mamá no se enojó con él. Le ofreció todo lo que había allí: maíz asado, pastel de maíz, dulce de leche con elote y coco, atole. Todo estaba riquísimo. El niño se quedó pensando, “Vaya, en verdad las cosas son así…tanto maíz aquí y ninguna mazorca en la aldea.” Después de comer hasta hartarse, el niño se quedó por ahí cazando lagartijas “cabeza-de-palo,” persiguiéndolas por la milpa lejos de la vigilancia de las mujeres. En medio de la milpa, el niño recogió mazorcas bien maduras y fue escondiendo las semillas en el hueco de sus flechas de bambú. En el camino de regreso a la aldea, una de las mujeres le dijo al niño, “Ureadódu, kaiágu…” que en lengua bororo quiere decir, “no vayas a ir con le chisme.” Otra mujer le dijo, “Kodúwo, tú, ú, pudábo, kuiáda…” que significa, “siempre que quieras puedes venir con nosotras a la milpa.” El niño le respondió, “U-ie” o sea, “Sí,” al mismo tiempo que recordó todo su plan.
          Llega la noche en la aldea, y luego los sueños. El alma-sombra de los bororo, su alma nocturna, anda por ahí, en silencio, tomando unas veces la forma de pajarito y otras las de jaguar, observando cosas extrañas en lugares lejanos, haciendo viajes al mundo desconocido. Luego regresa a su lugar para que los bororo puedan despertar: bien si se tuvieron buenos sueños, mal si se tuvieron pesadillas.

     Otro día, las mujeres se prepararon para ir donde estaba el maíz. Querían llevar al niño porque temían que dijera alguna cosa, pero como él no quería andar todo el día con ellas decidió no acompañarlas.

    El niño se había metido una piedrita en la boca, que al disolverse y mezclarse con la saliva iba formando una tinta roja. Su madre se enojó con él, perdió la calma y le empezó a pegar. Entonces el niño se puso a escupir aquella cosa roja que parecía sangre. Al verlo, las mujeres se asustaron y decidieron dejarlo. Temprano por la mañana se fueron todas a la milpa.
     Las madres se alejaron. El niño reunió luego a todos los demás pequeños de la aldea y empezó a sacar maíz del interior de las flechas. Entonces el niño les dijo, “¡Miren cuantas cosas se pueden encontrar allá!¡Cuanto maíz maduro!” Los niños hicieron atole y dulce de leche con elote y comieron hasta que se llenaron. Después se pusieron a pensar cómo esconderse y decidieron que lo mejor sería subir al cielo. Entre todos tejieron una liana larguísima con las fibras de la palmera tucum.

     Invitaron a las aves más fuertes y a las que volaban mejor para que amarraran una punta de la liana en un lugar resistente del cielo. Pero todo lo que hicieron fue inútil. No podían llegar tan lejos. Entonces, los niños llamaron a un colibrí que, aunque parece débil, mueve sus alas mucho más aprisa. El colibrí no se hizo esperar. Subió de inmediato al cielo y regresó. Pero estaba tan cansado por el enorme esfuerzo que había hecho, que inmediatamente se desmayó. Un niño dijo, “¡Hagan aire con sus alas, pajaritos, vamos!” Y los niños también se pusieron a agitar sus abanicos para reanimar al colibrí. Hasta que despertó. Otro niño le preguntó, “¿Conseguiste llegar al cielo y amarrar bien la cuerda?” El colibrí respondió jugando, “La amarré sin mucha fuerza.”
     Aquel día no había nada en la aldea. Los hombres estaban cazando. Solamente se había quedado una vieja con su perico, un verdadero cotorro parlanchín. Los niños tomaron un bambú muy afilado y cortaron las lenguas de la vieja y el perico. Luego empezaron a subir por la liana. Los mayores al frente, los menores atrás, y los más pequeños en sus hombros. Así, poco a poco, los niños fueron subiendo al cielo. Cuando estaban a la mitad del camino, las mujeres llegaron a la aldea y vieron que no había nadie y que todo estaba en silencio. ¿Dónde está el alegre bullicio de los niños? La vieja no decía nada, tampoco su perico, pero los dos miraban hacia lo alto, apuntando al cielo. Al mirar hacia arriba, las mujeres descubrieron que sus hijos subían, allá lejos, en el fondo, hacia el cielo redondo. Los llamaron de todas las formas, les ofrecieron sus pechos, cariñosa, pero no sirvió de nada. Los niños ya estaban entrando al cielo.
     Las mujeres decidieron seguir a sus hijos. Y subieron tan de prisa que casi los alcanzaron. Pero el último niño que entró al cielo cortó la liana que cayó al suelo llevándose consigo a todas las mujeres. Al caer, ellas se fueron transformando.

    Las que cayeron sentada se convirtieron en tapires, jabalíes, pacas, cotias, jaguares, capibaras. Las que cayeron de bruces se volvieron jaguares, armadillos, osos hormigueros. Las que cayeron sobre los árboles, se transformaron en changos, erizos, tejones o comadrejas. Las mujeres que cayeron con la tanga suelta en la cintura, colgada, se convirtieron en animales con cola.

    La liana  que los niños usaron para subir al cielo es ahora el llamado bejuco-escalera, que quedó con la huellas de sus pies, y desde entonces se cuelga de los árboles y se enreda en ellos.

     Y es por eso que los hijos de los bororo tienen la belleza del cielo aquí en la tierra, porque un día fueron estrellas.       
 Textos e ilustraciones de Ciça Fittipaldi
    A pesar de que todos los habitantes del América se les llamó con el mismo nombre: indios, las poblaciones que la formaban eran muy diferentes entre sí. Tenían distintos rasgos físicos, existía una variedad de idiomas y de costumbres. En muchos países americanos viven aún grupos indígenas. Cecilia Fittipaldi, quien escribió e ilustró esa historia, ha convivido con varios grupos de indios y te cuenta su mundo. Tanto en la narración como en los dibujos encontrarás los rasgos distintivos de los indios que viven en Brasil. 
    



2 comentarios:

  1. Hola!
    Felicidades por publicar tan buen trabajo.
    Estoy interesada en una historia llamada "Un mito bororo" solo la he encontrada seccionada, podrían indicarme dónde puedo encontrarlo completo?
    Gracias!

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  2. Me encanta lo amo y los felicito más a cica fittipaldi

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