martes, 22 de mayo de 2012

Un Cuento de Hadas de Tony Ross

El reloj de la fábrica de hilados dejaba caer las cuatro de la tarde sobre los brillantes tejados de la calle Balaclava. Faltaba una hora para el té y Bessie se aburría. Su libro era bobo: Cuento de Hadas.
“¡HADAS! Tendrán la sensatéz de no vivir por aquí,” pensó, mirando hacia la obscura calle. “¿Porqué los libros no tratan sobre cosas reales en vez de inventar cosas todo el tiempo?” Afuera, la lluvia se detuvo, al tiempo que una luz amarillenta traspasaba las nubes negras. A lo lejos, un pájaro comenzó a cantar.

Bessie salió al patio y comenzó a botar una pelota. Alto, más alto y después, demasiado alto. La pelota desapareció detrás de la barda. Bessie se trepó al bote de la basura y se asomó.

El patio de la casa vecina era idéntico al suyo, excepto que todo estaba del lado contrario. Bessie saltó la barda, aunque sintió raro, como si estuviera pasando a otro país.
     De pronto, una anciana abrió la puerta trasera. Bessie se puso pálida y comenzó a explicar lo de la pelota. La anciana sonrió y le preguntó cuándo regresaría su madre.

-A las cinco y diez, señorita.

-Entonces era el momento-le sonrió la anciana-.

Yo soy la señora Leaf, y sé que tú eres Bessie.
Se sentaron y mientras comían pan untado con mantequilla y té, Bessie se preguntó cómo es que ella sabía su nombre. Después le platicó sobre sus tontos libros.
-¿Así que no crees en las hadas?-¡No!-dijo Bessie-. No existe algo como la magia.
-Pruébalo-dijo la señora Leaf.
Bessie soltó una risita.
-No se puede probar. Usted pruebe que si existe.
La señora Leaf se acomodó en el sillón.
-¿Alguna vez has tenido un momento mágico?-dijo-. ¿Una tarde de verano en la que el clima es tan cálido que el mundo se detiene, o en la Noche Buena, cuando puedes sentir la felicidad en el aire?
-Claro-susurró Bessie.
-¡Eso es!-se rió la señora Leaf-. Nunca desdeñes lo que no entiendas…pues, hasta yo podría ser un hada.
Como el día siguiente era sábado, a Bessie le dieron algo de dinero para gastar, y fue a la tienda de los Leach a comprar orozuz. Ahí estaba la señora Leaf, platicando en el mostrador, así que las dos se fueron a casa juntas.
-Fue gracioso que dijera usted que era una hada-dijo Bessie entre risitas.
-¿Porqué?-preguntó la señora Leaf.
-Bueno, las hadas son pequeñas, y bonitas-dijo Bessie.
-Pueden serlo-murmuró la anciana-.Pero también pueden parecer viejas y feas. Todo depende de cómo se sientan. Cuando están tristes pueden verse horribles, sin embargo, cuando están contentas, se vuelven tan finas que casi flotan en el aire.
-Entonces, si usted realmente fuera un hada-dijo Bessie-, sería un hada muy triste.
Como para compensar su rudeza rápidamente añadió:
-¿Nos podemos volver a ver mañana?
-Claro-sonrió la señora Leaf, y cerró la puerta de su casa.
Voy a suponer que usted es un hada-dijo Bessie. Iban caminando juntos al muelle-.¿Porqué vive en una ciudad tan sucia y vieja como ésta?
-Siempre he vivido aquí-dijo la señora Leaf con tristeza-. Veras, el mundo de las hada está aquí ahora, solo que no puedes verlo. –Sacó una moneda de su bolsa-. Es como si tu vivieras en un lado de esa moneda y ellas vivieran en el otro lado. Las dos partes están aquí, pero no se pueden ver una a la otra.
Se detuvieron en la esclusa y la señora Leaf señaló el suelo.
-Las hadas no construyen nada, así que en su mundo, en este momento, hay hierba allí donde están esos adoquines.
Siguieron caminando.
-Algunas veces un hada puede introducirse en tu mundo, y si tienes mucha suerte es posible que llegues a verla. Aunque sólo por un instante y sólo con el rabillo del ojo. Tal vez un día yo me introduje aquí y no pude encontrar el camino de regreso.
-¡Continúe!-dijo Bessie riéndose. La señora Leaf también se rió entre dientes.
En la escuela, Bessie les preguntó a sus amigos si creían en las hadas. Inmediatamente  se convirtió en la burla del salón.
Por supuesto nadie creía en las hadas. ¡Qué idea! Con lágrimas en los ojos, Bessie trató de evitar a los otros niños, pero era imposible. La seguían a todos lados, saltando y riendo a su alrededor. Después de la escuela incluso la siguieron a su casa, por el baldío que cruzaba para llegar a la calle Balaclava.
Wilfred Gosling agitaba los brazos como si estuviera volando y Edna Lord fingía ser un hada de árbol de navidad. Con un nudo en la garganta, Bessie entró apresuradamente en su casa y cerró la puerta de un portazo.
¿Por qué no podía creer lo que deseaba creer?
¿Por qué no podía preguntar lo que quería saber?
Esa tarde subió al monte cercano a la ciudad. Desde donde estaba sentada podía ver el tejado de su casa. Necesitaba meditar las cosas. Sabía que no existían las hadas porque cuando se le cayó un diente, su madre le dijo que lo pusiera debajo de su almohada y el hada de los sientes lo compraría. Efectivamente, a la mañana siguiente había seis monedas, pero Bessie sabía que no las había dejado un hada, pues más tarde había encontrado su diente envuelto en seda, en la cajita de tesoros de su madre.
Pero también era cierto que la señora Leaf no era como otras viejitas. En primer lugar, no se cansaba. En segundo, comía las cosas más extrañas. Té y pan como todo mundo, aunque siempre usaba agua de lluvia para el té, nunca del grifo. Le gustaba mucho la lechuga y los pepinos, nunca comía carne y todo estaba frío siempre. En realidad, no tenía horno en su cocina. Algunas veces, simplemente salía a recolectar moras silvestres.
Nunca debes comer moras silvestres-le había advertido a Bessie-. Ésa es comida de duendes. Te pondrías muy enferma si lo hicieras, igual que las hadas se enfermarían si intentaran comer dulces.
Bessie prometió que nunca lo haría.
De vuelta a casa se detuvo en la casa de su tío. Lo encontró cuando regresaba del trabajo; después de que él se lavó y se cambió de ropa, fue a darle de comer s sus palomas.
-No existen las hadas, ¿o si, tío Harold?-preguntó.
-No lo sé de cierto, hija-dijo-. Nunca he visto una, pero tampoco he visto a ninguna paloma mirar un mapa y sin embargo, siempre regresan a casa sin ningún problema. En el camino a casa, a la hora del crepúsculo, Bessie murmuró para sí:
-En realidad no dijo que no existieran. Edna Lord no lo sabe todo.
Y a medida que las semanas se convertían en meses, una gran amistad creció entre Bessie y la anciana señora Leaf.
El Lunes de Pentecostés la viejecita estuvo presente para aplaudir cuando pasó Bessie en el Desfile de la Escuela Dominical. Hacia tanto calor que el asfalto se pegaba en las suelas de los zapatos nuevos de Bessie. Después del té especial en el salón de la iglesia, las dos amigas se fueron caminando juntas. Hablaban del hermoso día que hacía, y Bessie deseó que durara para siempre.
-Si usted fuera una hada, podría hacer magia para que perdurara por siempre-dijo.
-¡Válgame! No, no podría-sonrió la señora Leaf-.
-¿Y entonces porque pueden cambiar de feas a bonitas?-dijo Bessie rápidamente.
-Eso no es magia, es solo la forma en que están hechas-dijo la señora Leaf-. Ellas creen que ustedes, la gente grande, son mágicos.
-¡Nosotros!-dijo con asombro Bessie-. ¿Por qué?
-Bueno, ustedes comienzan la vida pequeños y aumentan de tamaño sin importar como se sientan. Eso es magia para ellas. Como vez, es solo porque ellas no los entienden a ustedes.
A medida que los meses se transformaban en años, Bessie dejó la escuela y comenzó a trabajar en la fábrica de hilados. La señora Leaf seguía siendo su mejor amiga, aunque ahora que Bessie ya era más grande la llamaba por su nombre…Daisy.
De vez en cuando hablaban del pasado, y de cómo Daisy solía intentar que Bessie creyera en las hadas.
“Es curioso,” pensó Bessie, “Daisy no se ve más grande que cuando la conocí. De hecho se ve más joven…”
Luego Bess conoció a Robert. Él también trabajaba en la fábrica, aunque no en una máquina. Él estaba en la oficina central.
Robert le tomó simpatía a Daisy inmediatamente, y a menudo comentaba que ella y Bess parecían hermanas. En la primavera, Bess y Robert se casaron y se mudaron a la vieja casa de Bess, en la calle Balaclava.
Algo curioso de la boda fue que Daisy no apareció en ninguna de las fotografías. Algunas veces había una mancha donde ella debía haber estado.
Robert se reía de eso, y decía que siempre salía algo mal en las fotografías y él tenía algo que ver.
Los tres pasaban momentos maravillosos. Ese verano incluso fueron a la playa. Daisy se convirtió casi en parte de la familia.
Después de seis años felices, se anunció por radio que la guerra había estallado. Robert se incorporó al ejército inmediatamente. Bess no quería que lo hiciera, pero él dijo que eso era lo correcto. Hubo lágrimas en la estación cuando Robert partió hacia Londres con su nuevo uniforme, y prometió escribir. Bess se alegró de que Daisy estuviera allí para acompañara a su casa, ¡se sentía tan perdida sin Robert!
Durante los meses siguientes llegaron montones de cartas, algunas provenientes del otro lado del mar. Después, repentinamente, dejaron de llegar y recibieron la noticia de que Robert no regresaría nunca más. Por el correo llegó una medalla con el nombre de Robert grabado, pero eso no alivió el dolor. Bess tenía el corazón destrozado, y Daisy cuidaba de ellas todos los días.
Pasaron los años y la tristeza por Robert se transformó en recuerdos alegres, tal y como Daisy lo había predicho.
Al tiempo que Bess envejecía, Daisy parecía rejuvenecer. Una noche de navidad, Bess le echó un discreto vistazo a su amiga y no pudo evitar pensar que era mucho más linda que la muchacha del programa de televisión que estaban viendo.
Siguen caminando tomadas del brazo a lo largo de la calle Balaclava, igual que la anciana y la niñita de hace muchos años. A Bess nunca se le ocurre pensar en lo bonita que se ve la pequeña Daisy. Tal vez las viejas amigas nunca advierten los cambios mutuos.
Sin embargo, de vez en cuando, Bess recuerda algo vagamente. Algo respecto a hadas que parecen jóvenes y bellas cuando están contentas…tonterías y disparates, ella sabía que no existían esas cosas…
…que siempre había conocido.          

sábado, 19 de mayo de 2012

Los Misterios del Señor Burdick por Chris Van Allsburg


La primera vez que vi los dibujos de este libro fue hace un año, en la casa de un hombre llamado Peter Wenders. Aunque el señor Wenders ahora está jubilado, en otro tiempo trabajó para un editor de libros para niños, seleccionando las historias y las imágenes que luego se convertirían en libros.
 Hace treinta años llegó un señor a la oficina de Peter Wenders, presentándose como Harris Burdick. El señor Burdick contó que había escrito catorce cuentos y dibujado muchas ilustraciones para cada uno de ellos. Había llevado un solo dibujo de cada cuento, para ver si a Wenders le gustaba su trabajo.
  Peter Wenders quedó fascinado con las ilustraciones. Dijo a Burdick que le gustaría leer los cuentos lo antes posible. El artista quedó en llevárselos al día siguiente por la mañana y dejó los catorce dibujos con Wenders. Sin embargo, no regresó al día siguiente ni el día después de ése. Nunca más se volvió a oír de Harris Burdick. A lo largo de los años Wenders trató de averiguar quién era Burdick y qué le había sucedido, pero no pudo descubrir nada. Hasta la fecha, Harris Burdick sigue siendo un misterio absoluto.
Su desaparición no es el único misterio que dejó. ¿Qué historias acompañaban estos dibujos? Hay algunas pistas. Burdick había escrito un titulo y un epígrafe para cada ilustración. Cuando le comenté a Peter Wenders cuán difícil era mirar las imágenes y sus epígrafes si imaginar un cuento, él sonrió y salió de la habitación. Regresó con una caja de cartón cubierta de polvo. Contenía docenas de historias; todas inspiradas por los dibujos de Burdick. Habían sido escritas hacia años por los hijos de Wenders y sus amigos.
  Pasé el resto de mi visita leyendo estas historias. Eran notables, algunas extravagantes, otras divertidas y algunas francamente espeluznantes. Con la esperanza de que otros niños sean nuevamente inspirados por los dibujos de Burdick, los reproducimos aquí por primera vez.
Chris van Allsburg
Providence, Rhode Island  



DEBAJO DE LA ALFOMBRA
Pasaron dos semanas y volvió a suceder.





UN EXTRAÑO DÍA EN JULIO
Lanzó con todas sus fuerzas,
pero la tercera piedra rebotó de regreso.
EXTRAVÍO EN VENECIA
Aun con sus potentes motores en reversa,
el trasatlántico fue arrastrado más
y más en el canal.
OTRO LUGAR, OTRO TIEMPO
Si había otra respuesta, él la encontraría.
HUÉSPEDES SIN NINVITACIÓN
Su corazón latía desbocado.
Estaba seguro de que había visto girar el tirador de la puerta.
EL ARPA
Así que es verdad, pensó, es realmente cierto.
LA BIBLIOTECA DEL SEÑOR LINDEN
Él la había prevenido sobre el libro.
Ahora era demasiado tarde.
LAS SIETE SILLAS
La quinta silla terminó en Francia.
LA ALCOBA DEL TERCER PISO

Todo comenzó cuando alguien dejó abierta la ventana.
SÓLO POSTRE

Acercó el cuchillo y se iluminó aun más.






CAPITÁN TORY

Movió si farol tres veces

y lentamente apareció la goleta.
OSCAR Y ALFONSO

Sabía que era el momento de devolverlos.

Las orugas se deslizaron suavemente por su mano

Al escribir “adiós.”

LA CASA DE LA CALLE MAPLE

Fue un despegue perfecto.

viernes, 18 de mayo de 2012

Ani y la Anciana por Miska Miles

     Era bueno el mundo Navajo de Ani: un mundo de arenas ondulantes, de altos riscos de color cobrizo a lo lejos y de una planicie baja cerca de su choza. Las calabazas entre el maizal estaban amarillas y las espiguillas del maíz tomaban un color marrón.   
Cada mañana, la puerta del corral, que estaba cerca de la choza, se abría de par en par y las ovejas salían a pastar al desierto.


Ani ayudaba a cuidar ovejas. Llevaba cubetas de agua al maizal. Y todos los días caminaba hasta la parada y esperaba el autobús amarillo que la llevaba y traía a la escuela.
Lo mejor de todo eran las noches, cuando se sentaba a los pies de su abuela y escuchaba historias de tiempos pasados.
A veces Ani le parecía que su abuela era de la misma edad: una niña que solo había presenciado nueve o diez cosechas. Si un ratón se escabullía o brincaba por el duro suelo de tierra de la choza, Ani y su abuela se reían juntas.
Y cuando preparaba el pan frito para la cena, si se quemaba un poco en las orillas, se reían y decían que así sabía mejor. Otras veces, cuando su abuela se sentaba, menuda y apacible, Ani comprendía que era muy vieja. Entonces Ani cubría las rodillas delgaditas de la anciana con una manta calientita. Una de esas veces, su abuela dijo:
-Mi nieta, es tiempo de que aprendas a tejer.
Ani tocó la trama de arrugas que surcaba la cara de su abuela, y lentamente salió de la choza.
Junto a la puerta, su padre, sentado con las piernas cruzadas, estaba trabajando con plata y fuego, haciendo un hermoso y pesado collar. Ani pasó frente a él y fue hasta el gran telar  donde su madre tejía sentada.
Ani se sentó junto al telar a mirar, mientras su madre deslizaba la lanzadera entre los hilos de la urdimbre. Con lana roja, su madre añadió una hilera a una flecha roja que relucía sobre el fondo obscuro.
Ani se puso a pensar en otras cosas. Se acordó de las historias que le había contado su abuela: historias de tiempos difíciles, cuando las lluvias inundaron el desierto; de sequías, cuando no llovía y las calabazas y el maíz se secaban en el campo.
Ani dirigió su mirada a través de la arena, donde los cactos se llenaban de rojos frutos, y pensó en el coyote-el perro de dios-que cuida las chozas de los navajos, diseminadas por el desierto.


Ani observaba mientras su madre trabajaba. Se obligó a permanecer inmóvil.

Después de un rato, su madre la miró y sonrió.

-¿Esas lista para tejer hija mia?

Ani negó con la cabeza.

Continuó mirando, mientras su madre movia la lanzadera haciendo un hueco para que pasaran los hilos de lana gris y ropa.

Por fin, su madre le dijo con suavidad:

-Puedes irte-como si supiera que eso era lo que ella quería.

Ani se fue corriendo a reunirse con su abuela, y juntas recogieron varitas y yerbas secas para el fuego que se encendía en el centro de la choza.

Cuando la cena estuvo dispuesta, la anciana llamó a la familia.

Ani, su madre y su padre permanecieron de pie, respetuosamente, esperando a que la abuela hablara.

Desde la meseta un coyote aulló. En la choza no se oía un ruido. No se oía nada, excepto el crepitar débil del fuego que se apagaba.
    Entonces la abuela habló suavemente.

-Hijos míos, cuando el nuevo tapete se pueda bajar del telar, yo me iré a la Madre Tierra.

Los ojo de su madre brillaban llenos de lagrimas, y Ani supo lo que su abuela quería decir.

Su corazón dio un vuelco, y ella guardó silencio

La anciana volvió a hablar.

-Cada uno de ustedes elegirá el regalo que desee.

Ani miró el suelo de tierra dura, bien barrido y limpio.

-¿Tú qué quieres nieta mía?-preguntó la abuela.

Ani contempló una lanzadera apoyada en la pared de la choza. Era la lanzadera de la abuela, bella y pulida por el tiempo. Ani la miró directamente.

Como si Ani hubiera hablado, su abuela asintió.

-Mi nieta recibirá mi lanzadera.
En el suelo de la choza había un tapete que había tejido la abuela hacía mucho, mucho tiempo. Sus colores se habían atenuado y su urdimbre  y tejido eran resistentes.

La madre de Ani eligió el tapete. Su padre escogió el cinturón de plata incrustado con turquesas que ahora le venía grande a la pequeña cintura de la anciana.

Ani cruzó los brazos con fuerza sobre su pecho y salió; su madre la siguió.

-¿Cómo sabe mi abuela que irá a la Madre Tierra cuando se baje el tapete del telar?-preguntó Ani.
-Muchos viejos lo saben-dijo su madre.

-¿Cómo lo saben?

-Tu abuela es una de esas personas que viven en armonía con toda la naturaleza: con la tierra, el coyote, las aves del cielo. Sabe más de lo que muchos jamás podrían aprender. Esos ancianos saben.

Su madre suspiró profundamente.

-Vamos a hablar de otras cosas.
Durante los días que siguieron, la abuela continuó trabajando como siempre lo había hecho.

Molió el maíz para el pan.

Recogió leña seca y varas para hacer fuego.

Y cuando no había escuela, ella y Ani cuidaban de las ovejas y escuchaban la música clara y dulce del cencerro que colgaba del collar de la cabra guía.

El tejido del telar había crecido mucho. Casi llegaba a la cintura de Ani.

-Madre-dijo Ani-, ¿Porqué tejes?

-Tejo para que podamos vender el tapete y comprar las cosas que necesitamos en la tienda general. Plata para la joyería. Piel de venado para las botas.

-Pero ya sabes lo que dijo mi abuela.

La madre de Ani no contestó. Hizo pasar su lanzadera por la trama y enganchó un  hilo de lana de color rojizo.

Ani se dio vuelta y corrió. Corrió por la arena y fue a acurrucarse a la sombra de un pequeño saliente. Su abuela regresaría a la Tierra cuando se bajara el tapete del telar. El tapete no debía terminarse. Su madre no debía tejer.

A la mañana siguiente, Ani seguía a su abuela adonde ella fuera.
Cuando fue hora de ir a la parada del autobús de la escuela, ella empezó a haraganear, caminando despacio y mirándose los pies. Quizás así perdería el autobús.  

Y de pronto no quiso perderlo. Ya sabía lo que tenía que hacer.

Corrió lo más aprisa que pudo, respirando profundamente y el autobús amarillo la estaba esperando en la parada.

Ani subió. El autobús avanzó; luego hizo algunas paradas ante las chozas del camino. Ani se sentó sola y preparó su plan.

En la escuela se portaría mal, tan mal que la maestra tendría que llamar a su madre y a su padre.

Y si su madre y su padre iban a la escuela a hablar con la maestra, sería un día que su madre no podría tejer. Un día.

En el patio, la maestra de Ani se encargaba de la clase de gimnasia de las niñas.

-¿Quién dirigirá hoy los ejercicios?-preguntó la maestra.

Nadie contestó.

La maestra rió.

-Muy bien. Entonces yo dirigiré.

La maestra era joven, con cabello rubio. Su falda azul era amplia, y los tacones de sus zapatos de color café eran altos.

La maestra se quitó los zapatos bruscamente y las niñas rieron.    
Ani siguió los movimientos de la maestra: agachándose, saltando, y luego esperó el momento en que la maestra les hiciera correr alrededor del patio.

     Cuando Ani pasó corriendo junto a donde estaban los zapatos de la maestra, recogió uno y lo escondió entre los pliegues de su vestido.    

Así pasó corriendo junto a un bote de basura y dejó caer adentro el zapato.

Algunas niñas la vieron y rieron, pero otras se pusieron serias y solemnes.

Cuando la fila pasó cerca de la puerta del salón de clases, Ani salió de ella, y se sentó ante su pupitre.

Oyó claramente cuando la maestra hablaba afuera de las niñas.

-El otro zapato por favor.

Su voz era agradable.

Hubo un silencio.

Cojeando, con un zapato puesto y el otro no, la maestra entró en el aula.

Las niñas la siguieron, riendo y tapándose la boca con la mano.

-Ya sé que es chistoso-dijo la maestra-, pero ahora necesito el zapato.

Ani miró hacia las duelas del piso. Un escarabajo negro y brillante se escabulló entre las rendijas.  

Se abrió la puerta, y entró un maestro con un zapato en la mano. Al pasar junto al pupitre  de Ani le colocó el hombro y le sonrió.

-Vi a alguien haciendo travesuras-dijo.

La maestra miró a Ani y toda la clase guardo silencio.          
Cuando terminaron las clases, Ani esperó.

Tímidamente, encogido el corazón, se acercó al escritorio de la maestra.

-¿Quieren que venga mi madre y mi padre a la escuela?-preguntó.

-No, Ani-dijo la maestra-. Ya tengo zapato. Todo está bien.

Ani sentía la cara caliente y las manos frías. Dio la vuelta y corrió. Fue la última en subir al autobús.

Por fin, llegó a su parada. Bajó de un salto y lentamente inició el largo camino a casa. Se detuvo junto al telar.
El tapete le llegaba ya mucho más arriba de la cintura.

Esa noche, Ani se acurrucó bajo su manta. Durmió poco y despertó antes del amanecer.

No se oía nada bajo la piel de borrego que cubría a su madre. Su abuela era un bulto silencioso, envuelta en su manta. Ani solo oía la fuerte respiración de su padre dormido. No había otro sonido en toda la Tierra, excepto el aullido de un coyote en la lejanía del desierto.   



En la luz tenue del amanecer, Ani se dirigió al corral donde dormían las ovejas. La madera seca rechinó cuando ella abrió la puerta de par en par.

Tiró de una oveja hasta que se levantó en silencio. Entonces otras más se levantaron, inciertas, empujándose. La cabra guía se volvió hacia la puerta abierta y Ani deslizó sus dedos entre el collar que llevaba el cuello. Apretó la punta de los dedos sobre el cencerro, acallando su sonido y dirigió la cabra hacia la puerta. Las ovejas la siguieron.

Las condujo por la arena y, rodeando la pequeña meseta, soltó a la cabra.
-Vete-le dijo.   

Corrió de vuelta a la choza, de deslizó bajo su manta y se quedó temblando. Ahora su familia buscaría las ovejas durante todo el día. Ese día su madre no tejería.
Cuando se hizo plenamente de día y hubo luz, Ani vio como su abuela se levantaba y salía.

Ani oyó que la llamaba.

La madre y el padre de Ani salieron apresurados, y Ani los siguió.

Su madre murmuraba.

-Los borregos…los borregos…

-Ya los veo-dijo la abuela-. Esta pastando cerca de la meseta.

Ani fue con su abuela y cuando alcanzaron a los borregos, los dedos de Ani se deslizaron bajo el collar de la cabra y el cencerro sonó con fuerza; los borregos la siguieron hasta el corral. 
Aquel día en la escuela, Ani estuvo tranquila, sentada, pensando qué más podía hacer. Cuando la maestra hacía preguntas, Ani miraba al suelo. Ni siquiera la oía.   

        Cuando llegó la noche, se envolvió en su manta, pero no para dormir.
Cuando hubo silencio se deslizó de su manta y salió de la choza.
El cielo estaba obscuro y misterioso. El viento soplaba levemente contra su cara. Por un momento permaneció inmóvil hasta que pudo ver en la noche. Fue hasta el telar.
A tientas buscó la lanzadera donde estaba colocada entre los hilos de la trama. Separó la trama y buscó la lana.
Despacio, tiró de las hebras de lana, una por una. Una por una las fue colocando sobre sus rodillas.
Y cuando hubo sacado toda una hilera, separó otra vez los hilos de la trama y siguió con la segunda hilera.
Cuando la altura del tapete tejido llego hasta la cintura, volvió en silencio a su manta, llevándose las hebras de lana. Bajo la manta, enredó los hilos e hizo con ellos una bola. Y entonces se durmió.     
A la noche siguiente. Deshizo el tejido de todo el día.
Por la mañana, cuando su madre fue al telar, se quedó mirando el tejido, asombrada.
Por un momento se apretó los ojos con los dedos. La anciana miró a Ani con curiosidad. Ani aguantó la respiración.
La tercera noche, Ani se deslizó hasta el telar. Una mano suave le tocó el hombro.
-Vete a dormir, mi nieta-dijo la anciana.
Ani quiso abrazar a su abuela por la cintura y decirle porqué se había portado mal, pero solo pudo volver tropezando, hasta su manta, acurrucarse bajo ella y dejar que las lagrimas se deslizaran hasta su pelo.
Cuando llegó la mañana, Ani salió de su manta y ayudó a preparar el desayuno.
Después siguió a su abuela a través del maizal. La abuela caminaba lentamente y Ani adaptó su paso al de la anciana.


Cuando llegaron a la pequeña meseta, la anciana se sentó cruzando las rodillas, y juntando sus dedos deformes sobre el regazo.

Ani se arrodilló a su lado. La anciana miró a lo lejos, donde la orilla del desierto se une con el cielo.

-Nieta mía-dijo-, has querido detener el tiempo. Eso no puede hacerse.

El desierto se extendía, amarillo y marrón, hasta el cielo de la mañana.

-El sol sale de la orilla de la Tierra por la mañana. Vuelve a la orilla de la Tierra por la noche. La Tierra, de la que salen cosas buenas para los seres vivos que hay en ella. La Tierra, a donde van a para finalmente todos los seres vivos.

Ani tomó un puñado de arena color marrón y la apretó con la palma de la mano. Lentamente, la dejó correr al suelo. Comprendió muchas cosas.

El sol salía pero también se ponía.

El cacto no floreaba siempre. Los pétalos se desprendían y caían a la tierra.

Supo que ella era parte de la Tierra y de las cosas que había sobre ésta. Siempre sería parte de la Tierra, como lo había sido su abuela, sería su abuela siempre y para siempre.

Y Ani se quedó sin respiración, maravillada.

Volvieron a la choza juntas, Ani y la anciana.   
Ani tomó la vieja lanzadera.

-Estoy lista para tejer-le dijo a su madre-. Usaré la lanzadera que me ha dado mi abuela.

Se arrodilló ante el telar. Separó los hilos de la trama y deslizó la lanzadera hasta su lugar, como lo hacía su madre, como lo había hecho su abuela.   

Tomó un hilo de lana gris y empezó a tejer.
Ilustraciones de Peter Parnall.