miércoles, 22 de agosto de 2012

La Leyenda del Guaraná. Mito de los indios sateré-maué Textos e ilustraciones de Ciça Fittipaldi


     Dicen que en la lejanía de los tiempos, en el comienzo de todas las cosas, había tres hermanos. Dos eran hombres, y la hermana era una muchacha bonita llamada, Uniaí.

     Uniaí era la dueña del Noçoquém, un lugar encantado, uno de los lugares más hermosos de la tierra. Solo ella conocía todas las plantas que había ahí: las que servían para comer, las medicinales, las buenas para hacer jícaras y otras para hacer cuentas de collar. Todo lo que necesitaban sus hermanos ellas se los enseñaba poco a poco. Fue ella quien plantó en Noçoquém un árbol de castaño que creció como ninguno.
     Uniaí no tenía marido.

     En aquel tiempo los animales eran también personas y todos tenían un solo deseo: casarse con ella. Pero los hermanos de Uniaí no querían: era mejor que su hermana se quedara con ellos, consiguiéndoles todo lo que necesitaban.
     Entre los animales, la viborita fue la primera en manifestar su deseo. Todos los días esparcía en el camino un perfume que alegraba y enternecía el corazón.

     Uniaí pasaba por ahí y exclamaba, “¡Qué rico perfume!” La viborita que siempre andaba ahí cerca, acabó por animarse con esos cumplidos, y dijo, “¡Le gustó a Uniaí!¡Lo sabía!” Y fue a tenderse las adelante en medio del camino. Cuando llegó Uniaí, la viborita la miró fijamente a los ojos y deseo que fuera su esposa. Con ese simple encantamiento, cualquier animal, planta o persona estaba ya casado y engendraba un hijo.
     De esta forma, con el encantamiento del perfume, Uniaí quedó embarazada. Sus hermanos se pusieron furiosos. Uno de ellos dijo, “¡Ahora Uniaí va a cuidar a su niño y ya no nos va a ayudar en nada!” dijo.

     Por ningún motivo querían ver a su hermana con un hijo. Fue por eso que Uniaí se marchó de Noçoquém. Entre tanto, el árbol de castaño se había hecho tan grande y frondoso que parecía un cielo verde. Y de sus ramas pendían unos erizos que, como cajita de sorpresa, guardaban adentro las castañas.
     Uniaí construyó una casa muy muy lejos, cerca de un río. El niño nació fuerte y bonito. Su madre lo bañaba entre las mariposa que acostumbraban volar junto a las riberas. Y ahí fue creciendo el niño cada vez más fuerte y hermoso. Uniaí le contaba historias de Noçoquém. Le contaba de las plantas, de sus tíos y del árbol de castaño.

     Cuando el niño aprendió a hablar, exclamó,  “Yo también quiero comer castañas. Yo también quiero comer esas frutas que tanto les gusta a mis tíos.” Uniaí dijo, “No es fácil, hijo mío. Ahora tus tíos son los dueños de Noçoquém y nosotros no podemos entrar ahí.” Pero el niño insistía que quería comer esas frutas tan deliciosas. Pero Uniaí le decía, “Es peligroso, hijo mío. Tus tíos pusieron como guardianes al tepescuincle, al periquito y a la guacamaya.” El niño dijo, “Pues de todos modos quiero ir.” Quería porque quería. A Uniaí no le quedó más remedio que contentarlo. Así que se pusieron en camino.
     Poco después, en Noçoquém, el tepescuincle vio debajo del árbol de castaño las cenizas de una hoguera en donde alguien había asado castañas. Enseguida fue a contárselo a los hermanos de Uniaí.

     Uno de los hermanos sacudió la cabeza y dijo, “¿Cómo es posible?¿No será que el tepescuincle se equivocó?” Pero también el periquito vio lo mismo, y también la guacamaya. Así que los dos hermanos decidieron mandar al chango que vigilara el árbol; entonces, escondiéndose en la espesura, sacó su arco y le disparó una flecha. Cayó un montón de castañas, y junto con las castañas, el niño.
     Apenas Uniaí se dio ausencia de su hijo, salió corriendo hacia Noçoquém. Corrió y corrió sin parar. Cuando llegó encontró a su hijo muerto. Sopló y volvió a soplar, pero nada. ¡Entonces lloró, lloró desesperadamente, no dejaba de llorar!

     Pero de tanta tristeza brotó la fuerza, Entonces Uniaí dijo, “Tus tíos te hicieron esto.  Querían verte muerto. ¡Pero, vas a ver, haré de ti la semilla de la planta más poderosa que jamás se ha visto!” Y Uniaí plantó a su hijo en la tierra, y cantó de esta manera: “¡Grande serás curador de los hombres! Todos tendrán que acudir a ti para acabar con las enfermedades, para tener fuerza en la guerra y fuerza en el amor. ¡Grande serás!”
     Entonces, del ojo izquierdo del niño nació una planta que no era fuerte. Era el falso guaraná, que todavía existe y que los indios llaman “uaraná-hôp.” Después, del ojo derecho nació el guaraná verdadero, que los indios llaman “uaraná-cécé.” Por eso, el fruto del guaraná se parece al ojo de las personas.

     Unos días después, Uniaí fue a ver la planta que había criado. El guaraná estaba ya grande y lleno de frutos. Y debajo de él encontró a su hijo alegre, fuerte, y hermoso.

     Ese niño que nació de la tierra como una planta, fue el primer indio Maué. Él es la fuerza y la vitalidad. Y es el origen de la tribu.        
Texto e ilustraciones: Cecilia Fittipaldi. 
     A pesar de que todos los habitantes del América se les llamó con el mismo nombre: indios, las poblaciones que la formaban eran muy diferentes entre sí. Tenían distintos rasgos físicos, existía una variedad de idiomas y de costumbres. En muchos países americanos viven aún grupos indígenas. Cecilia Fittipaldi, quien escribió e ilustró esa historia, ha convivido con varios grupos de indios y te cuenta su mundo. Tanto en la narración como en los dibujos encontrarás los rasgos distintivos de los indios que viven en Brasil.   
   






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