viernes, 24 de agosto de 2012

El Bacurau Duerme en el Suelo. Leyenda de los indios tukano. Textos e ilustraciones de Ciça Fittipaldi.


     Al principio, el bacurau era como cualquier persona y tenía una maloca en donde vivir. Con el tiempo, su maloca se fue echando a perder. La paja del techo se abrió, se formaron goteras, las columnas se cayeron y las paredes se vivieron abajo: ya no se podía colgar ni siquiera una hamaca.

     Sin embargo, el bacurau, al ver lo que pasaba, no hizo nada. Para él era mucho trabajo eso de estar arreglando todo. No, el bacurau no había nacido para nada de eso. Un día ponía la hamaca allí, el otro día allá, siempre cambiaba de lugar. Siempre improvisaba.
     Hasta que llegó el momento en que no hubo más remedio: todo quedó tan mal que el bacurau terminó durmiendo en el suelo. “¿Sabes una cosa?” se dijo a sí mismo, “lo mejor que puedes hacer es desaparecer de esta casa porque cada vez está peor. Ya no es posible arreglarla, y menos tú solo. Son tantas las cosas que hay que componer, que nunca habría tiempo suficiente para hacerlo.” El bacurau pensó que lo mejor era olvidarse de que tenia casa e irse a vivir en medio del bosque. Fue entonces que se convirtió en pájaro. 

     Así pasó el tiempo, hasta el día en que el bacurau decidió hacerse una nueva casa para vivir. Empezó por imaginarse todas las que necesitaría hacer para construirla: “Hay que derrumbar la maleza y dejar el lugar limpio. Hay que cortar árboles grandes y tumbar muchas palmeras paxiúba. Hay que hacer las columnas y cortar bejuco para amarrarlas. Debo sacar mucha corteza de árbol para hacer las paredes. Necesito cortar muchas palmeras caraná, esas de hojas bonitas, para hacer el techo. También hojas de palmera tipo asai para tapar el frente. Luego hay que trenzar las hojas…Y hay que…Hay que hacer esto, después esto otro, mas tarde aquello…” se decía a sí mismo el bacurau cuando pensaba en construir su casa.

    Entonces, cansado de solo pensar en todo lo que tendría que hacer, se arrepintió y dijo: “¡Tonterías! Mejor me voy a quedar así, tal como estoy. Las casas dan mucho trabajo,” y continuó haciendo su nido en el suelo, de la misma maneta que lo había hecho siempre.
     Sin embargo el bosque no estaba habitado solamente por el bacurau.

     El bosque era una fiesta de pájaros. Había papagayos rojos, azules y amarillos, gorriones, pericos, garzas, loros, pájaros carpinteros, gavilanes y muchos muchos más, como el que se llama, “cuando-será-vai-parar” que cuando canta no quiere para más.
Un día, los miles y miles de pájaros que vivían en el bosque se reunieron. “No tenemos un lugar seguro donde vivir,” reclamó el papagayo. Un día aquí, el otro allá: eso no está para nada bien. “Necesitamos una casa,” opinó el japu. “Es cierto, pero nosotros no tenemos la fuerza suficiente como para construir solos una casa,” se atrevió a decir el gorrión. “Piee, piee, piee,” cantó el gavilán. Vamos a construir entre todos una casa en la que podamos vivir juntos.
     Con toda calma, los pájaros iniciaron la construcción de su árbol-maloca, con sus columnas de ramas y su techo de hojas. Estaban todos contentos, cuando, en medio de tanta alegría, apareció un pajarito que no estaba de acuerdo con ellos. Era el bacurau. “Ah, no. Ustedes pueden hacerse unan casa grande solo porque viven a expensas de los otros. Siempre se roban las frutas para sus hijos, cuando deberían dejarlas para los niños de la aldea. Es por eso que tienen tiempo.” Y con toda firmeza continuó, “Yo no quiero vivir en medio de sus líos. Prefiero s r como soy, sin ningún engaño. Prefiero no tener casa y seguir así.”
     Los pájaros no abandonaron su proyecto. Hasta ahora, siguen igual, viven en los árboles, hacen sus nidos, crían a sus hijos, cazan y picotean las frutas todos los días. ¿Y el bacurau? Él no tiene remedio. Desde que se hizo el mundo, el bacurau duerme en el suelo. Cuando llega la noche y hay luna y los pájaros duermen en el suelo. Cuando llega la noche y hay luna y los pájaros duermen, él se despierta y canta así: “Tañó, tañó, tañó.”  
     Textos e ilustraciones de Ciça Fittipaldi.
      A pesar de que todos los habitantes del América se les llamó con el mismo nombre: indios, las poblaciones que la formaban eran muy diferentes entre sí. Tenían distintos rasgos físicos, existía una variedad de idiomas y de costumbres. En muchos países americanos viven aún grupos indígenas. Cecilia Fittipaldi, quien escribió e ilustró esa historia, ha convivido con varios grupos de indios y te cuenta su mundo. Tanto en la narración como en los dibujos encontrarás los rasgos distintivos de los indios que viven en Brasil.       
        


jueves, 23 de agosto de 2012

La Subida al Cielo Mito de los indios bororo Textos e ilustraciones de Ciça Fittipaldi

     Las mujeres siempre salían de sus aldeas. Se iban por los distintos caminos que se alejaban de las casas como rayos de sol, eran caminos que serpenteaban hacia los sembradíos, y hacia el agua que se perdía lentamente entre la maleza. Después estaba la casa-bosque del Bope, que era el espíritu responsable de los cambios de la naturaleza, del nacer y del morir, y que tenia barbas y cabello largo. Las mujeres se iban a un lugar extraño. Un lugar para hacer algo que nadie había descubierto. Nunca llevaba a sus hijos, y cuando regresaban no traían  nada de allá: sus canastas venían vacías. Los niños preguntaban si no habían traído algo, pero ellas no respondían, no decían nada. Los hombres bororo salían a cazar y a pescar. Al regresar traían capibaras, tapires, cocodrilos, venados o algunos jabalíes, pero siempre necesitaban al Bari para bendecir la carne antes de comerla, porque estos animales eran del Bope, el dueño de la maleza, del calor, y del frio, de las aguas y de la humedad de las lluvias, de las nubes y los vientos, de los mundos subterráneos y terrestres y de los cielos. El Bari era el brujo poderoso de la tribu, y su alma se comunicaba con la de los espíritus. Solo él podía bendecir a los animales del Bope dando la primera mordida. Así, él comía primero y ya después todos los demás se llenaban la barriga.

     Por la noche la vida en la aldea sigue. Mientras unos duermen, otros continúan con sus actividades no importando el horario: conversaciones, visitas, trueques y favores; todo se comenta. Una mujer se levanta para avivar el fuego y sentarse después cerca de su marido; platica con él mientras hace una canasta o un abanico; a veces, con una cuerdita amarrada al dedo del pie, mece la hamaca donde duerme un niño. Pero también de noche, hay un zum-zum en la casa de los hombres, que es el centro de la aldea. Y en esa casa ellos comentaban las salidas de las mujeres. Aquel era un misterio. Los hombres se preguntaban a dónde iban sus esposas durante el día y qué era lo que hacían, pero no lograban averiguar nada. Por la mañana las mujeres salían de nuevo y dejaban a los niños en la aldea jugando, recogiendo cocos o un palmito, persiguiendo lagartijas o haciendo humo para espantar a los mosquitos. De regreso las mujeres llegaban con las manos y las canastas vacías, sin algo que ofrecer. Los niños se enojaban, algunos lloraban porque querían ir con sus madres, pero ellas nunca los llevaban.

    Hasta que un día, un niño que desconfiaba mucho de esos viajes de las mujeres, decidió seguirlas, armado con su arco y sus flechitas, escondiéndose entre la maleza. Cuando se fue acercando al lugar donde se encontraban, oyó los golpes rítmicos del molinillo de maíz en la milpa. Pero al acercarse todavía más, fue descubierto por las mujeres. Su mamá no se enojó con él. Le ofreció todo lo que había allí: maíz asado, pastel de maíz, dulce de leche con elote y coco, atole. Todo estaba riquísimo. El niño se quedó pensando, “Vaya, en verdad las cosas son así…tanto maíz aquí y ninguna mazorca en la aldea.” Después de comer hasta hartarse, el niño se quedó por ahí cazando lagartijas “cabeza-de-palo,” persiguiéndolas por la milpa lejos de la vigilancia de las mujeres. En medio de la milpa, el niño recogió mazorcas bien maduras y fue escondiendo las semillas en el hueco de sus flechas de bambú. En el camino de regreso a la aldea, una de las mujeres le dijo al niño, “Ureadódu, kaiágu…” que en lengua bororo quiere decir, “no vayas a ir con le chisme.” Otra mujer le dijo, “Kodúwo, tú, ú, pudábo, kuiáda…” que significa, “siempre que quieras puedes venir con nosotras a la milpa.” El niño le respondió, “U-ie” o sea, “Sí,” al mismo tiempo que recordó todo su plan.
          Llega la noche en la aldea, y luego los sueños. El alma-sombra de los bororo, su alma nocturna, anda por ahí, en silencio, tomando unas veces la forma de pajarito y otras las de jaguar, observando cosas extrañas en lugares lejanos, haciendo viajes al mundo desconocido. Luego regresa a su lugar para que los bororo puedan despertar: bien si se tuvieron buenos sueños, mal si se tuvieron pesadillas.

     Otro día, las mujeres se prepararon para ir donde estaba el maíz. Querían llevar al niño porque temían que dijera alguna cosa, pero como él no quería andar todo el día con ellas decidió no acompañarlas.

    El niño se había metido una piedrita en la boca, que al disolverse y mezclarse con la saliva iba formando una tinta roja. Su madre se enojó con él, perdió la calma y le empezó a pegar. Entonces el niño se puso a escupir aquella cosa roja que parecía sangre. Al verlo, las mujeres se asustaron y decidieron dejarlo. Temprano por la mañana se fueron todas a la milpa.
     Las madres se alejaron. El niño reunió luego a todos los demás pequeños de la aldea y empezó a sacar maíz del interior de las flechas. Entonces el niño les dijo, “¡Miren cuantas cosas se pueden encontrar allá!¡Cuanto maíz maduro!” Los niños hicieron atole y dulce de leche con elote y comieron hasta que se llenaron. Después se pusieron a pensar cómo esconderse y decidieron que lo mejor sería subir al cielo. Entre todos tejieron una liana larguísima con las fibras de la palmera tucum.

     Invitaron a las aves más fuertes y a las que volaban mejor para que amarraran una punta de la liana en un lugar resistente del cielo. Pero todo lo que hicieron fue inútil. No podían llegar tan lejos. Entonces, los niños llamaron a un colibrí que, aunque parece débil, mueve sus alas mucho más aprisa. El colibrí no se hizo esperar. Subió de inmediato al cielo y regresó. Pero estaba tan cansado por el enorme esfuerzo que había hecho, que inmediatamente se desmayó. Un niño dijo, “¡Hagan aire con sus alas, pajaritos, vamos!” Y los niños también se pusieron a agitar sus abanicos para reanimar al colibrí. Hasta que despertó. Otro niño le preguntó, “¿Conseguiste llegar al cielo y amarrar bien la cuerda?” El colibrí respondió jugando, “La amarré sin mucha fuerza.”
     Aquel día no había nada en la aldea. Los hombres estaban cazando. Solamente se había quedado una vieja con su perico, un verdadero cotorro parlanchín. Los niños tomaron un bambú muy afilado y cortaron las lenguas de la vieja y el perico. Luego empezaron a subir por la liana. Los mayores al frente, los menores atrás, y los más pequeños en sus hombros. Así, poco a poco, los niños fueron subiendo al cielo. Cuando estaban a la mitad del camino, las mujeres llegaron a la aldea y vieron que no había nadie y que todo estaba en silencio. ¿Dónde está el alegre bullicio de los niños? La vieja no decía nada, tampoco su perico, pero los dos miraban hacia lo alto, apuntando al cielo. Al mirar hacia arriba, las mujeres descubrieron que sus hijos subían, allá lejos, en el fondo, hacia el cielo redondo. Los llamaron de todas las formas, les ofrecieron sus pechos, cariñosa, pero no sirvió de nada. Los niños ya estaban entrando al cielo.
     Las mujeres decidieron seguir a sus hijos. Y subieron tan de prisa que casi los alcanzaron. Pero el último niño que entró al cielo cortó la liana que cayó al suelo llevándose consigo a todas las mujeres. Al caer, ellas se fueron transformando.

    Las que cayeron sentada se convirtieron en tapires, jabalíes, pacas, cotias, jaguares, capibaras. Las que cayeron de bruces se volvieron jaguares, armadillos, osos hormigueros. Las que cayeron sobre los árboles, se transformaron en changos, erizos, tejones o comadrejas. Las mujeres que cayeron con la tanga suelta en la cintura, colgada, se convirtieron en animales con cola.

    La liana  que los niños usaron para subir al cielo es ahora el llamado bejuco-escalera, que quedó con la huellas de sus pies, y desde entonces se cuelga de los árboles y se enreda en ellos.

     Y es por eso que los hijos de los bororo tienen la belleza del cielo aquí en la tierra, porque un día fueron estrellas.       
 Textos e ilustraciones de Ciça Fittipaldi
    A pesar de que todos los habitantes del América se les llamó con el mismo nombre: indios, las poblaciones que la formaban eran muy diferentes entre sí. Tenían distintos rasgos físicos, existía una variedad de idiomas y de costumbres. En muchos países americanos viven aún grupos indígenas. Cecilia Fittipaldi, quien escribió e ilustró esa historia, ha convivido con varios grupos de indios y te cuenta su mundo. Tanto en la narración como en los dibujos encontrarás los rasgos distintivos de los indios que viven en Brasil. 
    



El Lenguaje de los Pájaros Mito de los indios kamaiurá Textos e ilustraciones de Ciça Fittipaldi


Antes, los pájaros no decían ni “pío-pío,” ni “firu-fri-frió,” ni “tu-tu-tunho,” ni “ben-ben-te-vi,” ni nada por el estilo: hablaban como las personas. Esto ocurría porque Avatsiú, un hombre de la aldea, tenía guardados los lenguajes de los pájaros dentro de él.
     Además, Avatsiú y su familia se dedicaba a matar pájaros a tontas y a locas. En esa misma aldea, había un indio que cansado ya de tanto pelear  con su mujer decidió huir con ganas de convertirse en otra cosa. En el camino encontró un árbol muy grande, se recargó en él y le dijo: “Abuelo árbol, quiero ser como tú.” El árbol le dijo, “Jamás resistirías ser árbol, nieto mío, ser árbol no es nada fácil, los árboles estamos siempre despiertos.”
     El indio siguió su camino. De pronto, a lo lejos, vio una columna de humo y se dirigió hacia  ella.
     En la base de la columna pudo ver a unos pajaritos que estaban quemando matorrales.
     Y comenzó la plática: que una cosa, que otra, hasta que por fín, los pájaros dijeron, “Tienes que conocer nuestra aldea, está más allá de nuestras plantaciones.” Otro pájaro dijo, “Estos son nuestros campos de cultivo, por eso estamos quemando matorrales, pero tienes que conocer nuestra aldea, verás qué bonita es.”

     El indio aceptó y comenzó a caminar detrás de los pájaros que iban volando por delante, muy alegres mostrándole en camino. En la aldea se sintieron muy contentos con la llegada de aquel hombre. Más tarde hubo una asamblea a de pájaros y el gavilán, que era el jefe de los pájaros, le dijo al indio: “Tenemos un problema con Avatsiú pues se dedica a casar a todos nuestros hermanos: pericos, papagayos, guacamayas, periquitos, tucanes…Y para colmo de males, Avatsiú ha guardado dentro de él nuestros cantos y no quiere liberarlos. ¡Tenemos que hacer algo!” Otro pájaro dijo, “¡Es cierto! ¡Vamos a acabar con Avatsiú!” El gavilán dijo, “Este joven indio es una persona como Avatsiú. Él podrá ayudarnos.”
     Y la asamblea acordó convertir al indio en una ave voladora. Inmediatamente le untaron lecha de árbol y comenzaron a pegarle plumas: las chicas en el pecho y en las piernas, las grandes en la espalda y en los brazos. Cuando acabaron, el indio emplumado se sacudió para ver si se le caían las plumas y  ¡cayó una! Los pájaros sintieron temor. Uno de ellos dijo, “¡Mira esa pluma!¡ Avatsiú lo va a cazar!” Pero a pesar del temor, comenzó el entrenamiento del muchacho: volaba un poco por aquí, se caía por allá, revoloteaba cerca y se golpeaba más allá…¡Nada del otro mundo! En realidad se podía decir que era un volador bastante torpe. A pesar de todo decidieron intentar el ataque.
 A la mañana siguiente llegaron hasta la aldea de Avatsiú y lo oyeron cantar dentro de su choza. Los pájaros se quedaron inmóviles. El indio emplumado estaba a punto de arrojarse sobre su presa, cuando oyó una voz: “¡Espera!¡Espera a que salga de la casa!” Por fin apareció Avatsiú en la puerta de su choza. Inmediatamente, el muchacho lo atacó volando, pero voló mal, no pudo mantener la dirección y cayó en manos de Avatsiú quien lo arrastró al interior de la choza y lo mató.

     Los pájaros se sintieron tristes y avergonzados por la muerte de su amigo. Pero al llegar a la aldea, se volvieron a reunir y el gavilán preguntó si aquel indio tenía hijos. Le informaron que sí, que tenía un jovencito muy fuerte. Entonces decidieron buscarlo y mandaron al pajarito rojo para que con sus brillantes colores llamara la atención del niño.
El pajarito se paró sobre un tendedero de madera frente a la casa del hijo del indio. La madre fue la primera que lo vio y al verlo gritó, “¡Hijo, ven a ver qué pájaro tan rojo está ahí parado!” El niño salió corriendo de la casa con su pequeño arco y sus flechas, y el pájaro voló a otro árbol y así: de árbol en árbol, se fue alejando de las casas. Cuando estuvo lejos, el pájaro se quitó sus plumas, se convirtió en persona y le dijo al niño, “Vine por ti, para que ayudes a mi pueblo a acabar con Avatsiú.” El niño dijo, “¡Por supuesto que iré!¡ Avatsiú fue el que acabó con mi padre! Pero antes de ir debo avisarle a mi madre.” Su mamá escuchó todo con tristeza. Lloró mucho hasta que su llanto se agotó, y cuando dejó de llorar le dijo al niño, “Te voy a dar un consejo: a Avatsiú no se le puede atacar de frente. Tu padre murió por hacerlo así. Tendrás que atacarlo sin que él se dé cuenta." El niño escuchó, tomó dos cestos, se despidió y se fue.
A su llegada, los pájaros fueron a saludarlo, estaba amaneciendo. Lo recibieron con una ceremonia de bienvenida y comenzaron a pegarle en el cuerpo las plumas de gavilán.

     Cuando los pájaros terminaron su tarea, el niño se sacudió varias veces, ¡Y no cayó ninguna pluma al suelo! Entonces se fueron a entrenar. Al volver, el muchachito parecía una verdadera flecha. Aprendió a volar tan bien que un día pudo levantar una gran piedra. Una de las aves dijo, “¡Él sí lo conseguirá!”

     Entonces se fueron volando hacia la aldea de Avatsiú y cuando llegaron lo encontraron cantando, sin darse cuenta de que su fin estaba cerca, cantaba: “mi enemigo tiene una uña grande para matarme.” Los pájaros se pararon en un gran árbol que estaba frente a la choza de Avatsiú; pero al niño no le gustó esa posición de ataque. El niño dijo, “Esto no va a funcionar. Mejor vamos a pararnos detrás de su casa." Entonces salió Avatsiú bailando, con una sonaja en la mano. Inmediatamente, el niño voló hacia él veloz como una flecha, y le encajó sus uñas de gavilán. Entonces, llegaron a ayudarlo otros gavilanes y entre todos comenzaron a elevarse cada vez mas alto, con Avatsiú entre sus garras. Cuando estaban tal alto que apenas se les podía distinguir desde la tierra, soltaron a Avatsiú, que fue cayendo, cayendo, hasta que se estrelló contra el suelo. 
Todos los pájaros corrieron hasta el lugar en el que yacía Avatsiú y comenzaron a sacar de él sus diferentes formas de cantar. Como todavía ninguno de ellos tenía una manera característica de hablar, cada quien bebió el lenguaje que quiso de la sangre de la sangre de Avatsiú.

     Los primeros en trinar fueron los gavilanes y el colibrí, con los lenguajes que escogieron; pero entonces notaron que el colibrí  cantaba muy grave y que el gavilán trinaba muy agudo, así que decidieron intercambiar sus voces. La paloma, que había escogido una voz muy fuerte, intercambió su canto con la guacamaya, que había escogido una voz muy débil. Satisfecho, el niño regresó a su casa cargando dos cestos llenos de plumas. Eran el preciso regalo que le hicieron los pajaritos. Las aves se pusieron a practicar sus lenguajes nuevos, se pasaron toda la noche cantando. Por fin llegó la luz del día y encontró a los pájaros cantando.

     Por eso es que desde ese día, los pájaros cantan al amanecer. 

Textos e ilustraciones de Ciça Fittipaldi

     A pesar de que todos los habitantes del América se les llamó con el mismo nombre: indios, las poblaciones que la formaban eran muy diferentes entre sí. Tenían distintos rasgos físicos, existía una variedad de idiomas y de costumbres. En muchos países americanos viven aún grupos indígenas. Cecilia Fittipaldi, quien escribió e ilustró esa historia, ha convivido con varios grupos de indios y te cuenta su mundo. Tanto en la narración como en los dibujos encontrarás los rasgos distintivos de los indios que viven en Brasil.     





miércoles, 22 de agosto de 2012

La Leyenda del Guaraná. Mito de los indios sateré-maué Textos e ilustraciones de Ciça Fittipaldi


     Dicen que en la lejanía de los tiempos, en el comienzo de todas las cosas, había tres hermanos. Dos eran hombres, y la hermana era una muchacha bonita llamada, Uniaí.

     Uniaí era la dueña del Noçoquém, un lugar encantado, uno de los lugares más hermosos de la tierra. Solo ella conocía todas las plantas que había ahí: las que servían para comer, las medicinales, las buenas para hacer jícaras y otras para hacer cuentas de collar. Todo lo que necesitaban sus hermanos ellas se los enseñaba poco a poco. Fue ella quien plantó en Noçoquém un árbol de castaño que creció como ninguno.
     Uniaí no tenía marido.

     En aquel tiempo los animales eran también personas y todos tenían un solo deseo: casarse con ella. Pero los hermanos de Uniaí no querían: era mejor que su hermana se quedara con ellos, consiguiéndoles todo lo que necesitaban.
     Entre los animales, la viborita fue la primera en manifestar su deseo. Todos los días esparcía en el camino un perfume que alegraba y enternecía el corazón.

     Uniaí pasaba por ahí y exclamaba, “¡Qué rico perfume!” La viborita que siempre andaba ahí cerca, acabó por animarse con esos cumplidos, y dijo, “¡Le gustó a Uniaí!¡Lo sabía!” Y fue a tenderse las adelante en medio del camino. Cuando llegó Uniaí, la viborita la miró fijamente a los ojos y deseo que fuera su esposa. Con ese simple encantamiento, cualquier animal, planta o persona estaba ya casado y engendraba un hijo.
     De esta forma, con el encantamiento del perfume, Uniaí quedó embarazada. Sus hermanos se pusieron furiosos. Uno de ellos dijo, “¡Ahora Uniaí va a cuidar a su niño y ya no nos va a ayudar en nada!” dijo.

     Por ningún motivo querían ver a su hermana con un hijo. Fue por eso que Uniaí se marchó de Noçoquém. Entre tanto, el árbol de castaño se había hecho tan grande y frondoso que parecía un cielo verde. Y de sus ramas pendían unos erizos que, como cajita de sorpresa, guardaban adentro las castañas.
     Uniaí construyó una casa muy muy lejos, cerca de un río. El niño nació fuerte y bonito. Su madre lo bañaba entre las mariposa que acostumbraban volar junto a las riberas. Y ahí fue creciendo el niño cada vez más fuerte y hermoso. Uniaí le contaba historias de Noçoquém. Le contaba de las plantas, de sus tíos y del árbol de castaño.

     Cuando el niño aprendió a hablar, exclamó,  “Yo también quiero comer castañas. Yo también quiero comer esas frutas que tanto les gusta a mis tíos.” Uniaí dijo, “No es fácil, hijo mío. Ahora tus tíos son los dueños de Noçoquém y nosotros no podemos entrar ahí.” Pero el niño insistía que quería comer esas frutas tan deliciosas. Pero Uniaí le decía, “Es peligroso, hijo mío. Tus tíos pusieron como guardianes al tepescuincle, al periquito y a la guacamaya.” El niño dijo, “Pues de todos modos quiero ir.” Quería porque quería. A Uniaí no le quedó más remedio que contentarlo. Así que se pusieron en camino.
     Poco después, en Noçoquém, el tepescuincle vio debajo del árbol de castaño las cenizas de una hoguera en donde alguien había asado castañas. Enseguida fue a contárselo a los hermanos de Uniaí.

     Uno de los hermanos sacudió la cabeza y dijo, “¿Cómo es posible?¿No será que el tepescuincle se equivocó?” Pero también el periquito vio lo mismo, y también la guacamaya. Así que los dos hermanos decidieron mandar al chango que vigilara el árbol; entonces, escondiéndose en la espesura, sacó su arco y le disparó una flecha. Cayó un montón de castañas, y junto con las castañas, el niño.
     Apenas Uniaí se dio ausencia de su hijo, salió corriendo hacia Noçoquém. Corrió y corrió sin parar. Cuando llegó encontró a su hijo muerto. Sopló y volvió a soplar, pero nada. ¡Entonces lloró, lloró desesperadamente, no dejaba de llorar!

     Pero de tanta tristeza brotó la fuerza, Entonces Uniaí dijo, “Tus tíos te hicieron esto.  Querían verte muerto. ¡Pero, vas a ver, haré de ti la semilla de la planta más poderosa que jamás se ha visto!” Y Uniaí plantó a su hijo en la tierra, y cantó de esta manera: “¡Grande serás curador de los hombres! Todos tendrán que acudir a ti para acabar con las enfermedades, para tener fuerza en la guerra y fuerza en el amor. ¡Grande serás!”
     Entonces, del ojo izquierdo del niño nació una planta que no era fuerte. Era el falso guaraná, que todavía existe y que los indios llaman “uaraná-hôp.” Después, del ojo derecho nació el guaraná verdadero, que los indios llaman “uaraná-cécé.” Por eso, el fruto del guaraná se parece al ojo de las personas.

     Unos días después, Uniaí fue a ver la planta que había criado. El guaraná estaba ya grande y lleno de frutos. Y debajo de él encontró a su hijo alegre, fuerte, y hermoso.

     Ese niño que nació de la tierra como una planta, fue el primer indio Maué. Él es la fuerza y la vitalidad. Y es el origen de la tribu.        
Texto e ilustraciones: Cecilia Fittipaldi. 
     A pesar de que todos los habitantes del América se les llamó con el mismo nombre: indios, las poblaciones que la formaban eran muy diferentes entre sí. Tenían distintos rasgos físicos, existía una variedad de idiomas y de costumbres. En muchos países americanos viven aún grupos indígenas. Cecilia Fittipaldi, quien escribió e ilustró esa historia, ha convivido con varios grupos de indios y te cuenta su mundo. Tanto en la narración como en los dibujos encontrarás los rasgos distintivos de los indios que viven en Brasil.   
   






martes, 22 de mayo de 2012

Un Cuento de Hadas de Tony Ross

El reloj de la fábrica de hilados dejaba caer las cuatro de la tarde sobre los brillantes tejados de la calle Balaclava. Faltaba una hora para el té y Bessie se aburría. Su libro era bobo: Cuento de Hadas.
“¡HADAS! Tendrán la sensatéz de no vivir por aquí,” pensó, mirando hacia la obscura calle. “¿Porqué los libros no tratan sobre cosas reales en vez de inventar cosas todo el tiempo?” Afuera, la lluvia se detuvo, al tiempo que una luz amarillenta traspasaba las nubes negras. A lo lejos, un pájaro comenzó a cantar.

Bessie salió al patio y comenzó a botar una pelota. Alto, más alto y después, demasiado alto. La pelota desapareció detrás de la barda. Bessie se trepó al bote de la basura y se asomó.

El patio de la casa vecina era idéntico al suyo, excepto que todo estaba del lado contrario. Bessie saltó la barda, aunque sintió raro, como si estuviera pasando a otro país.
     De pronto, una anciana abrió la puerta trasera. Bessie se puso pálida y comenzó a explicar lo de la pelota. La anciana sonrió y le preguntó cuándo regresaría su madre.

-A las cinco y diez, señorita.

-Entonces era el momento-le sonrió la anciana-.

Yo soy la señora Leaf, y sé que tú eres Bessie.
Se sentaron y mientras comían pan untado con mantequilla y té, Bessie se preguntó cómo es que ella sabía su nombre. Después le platicó sobre sus tontos libros.
-¿Así que no crees en las hadas?-¡No!-dijo Bessie-. No existe algo como la magia.
-Pruébalo-dijo la señora Leaf.
Bessie soltó una risita.
-No se puede probar. Usted pruebe que si existe.
La señora Leaf se acomodó en el sillón.
-¿Alguna vez has tenido un momento mágico?-dijo-. ¿Una tarde de verano en la que el clima es tan cálido que el mundo se detiene, o en la Noche Buena, cuando puedes sentir la felicidad en el aire?
-Claro-susurró Bessie.
-¡Eso es!-se rió la señora Leaf-. Nunca desdeñes lo que no entiendas…pues, hasta yo podría ser un hada.
Como el día siguiente era sábado, a Bessie le dieron algo de dinero para gastar, y fue a la tienda de los Leach a comprar orozuz. Ahí estaba la señora Leaf, platicando en el mostrador, así que las dos se fueron a casa juntas.
-Fue gracioso que dijera usted que era una hada-dijo Bessie entre risitas.
-¿Porqué?-preguntó la señora Leaf.
-Bueno, las hadas son pequeñas, y bonitas-dijo Bessie.
-Pueden serlo-murmuró la anciana-.Pero también pueden parecer viejas y feas. Todo depende de cómo se sientan. Cuando están tristes pueden verse horribles, sin embargo, cuando están contentas, se vuelven tan finas que casi flotan en el aire.
-Entonces, si usted realmente fuera un hada-dijo Bessie-, sería un hada muy triste.
Como para compensar su rudeza rápidamente añadió:
-¿Nos podemos volver a ver mañana?
-Claro-sonrió la señora Leaf, y cerró la puerta de su casa.
Voy a suponer que usted es un hada-dijo Bessie. Iban caminando juntos al muelle-.¿Porqué vive en una ciudad tan sucia y vieja como ésta?
-Siempre he vivido aquí-dijo la señora Leaf con tristeza-. Veras, el mundo de las hada está aquí ahora, solo que no puedes verlo. –Sacó una moneda de su bolsa-. Es como si tu vivieras en un lado de esa moneda y ellas vivieran en el otro lado. Las dos partes están aquí, pero no se pueden ver una a la otra.
Se detuvieron en la esclusa y la señora Leaf señaló el suelo.
-Las hadas no construyen nada, así que en su mundo, en este momento, hay hierba allí donde están esos adoquines.
Siguieron caminando.
-Algunas veces un hada puede introducirse en tu mundo, y si tienes mucha suerte es posible que llegues a verla. Aunque sólo por un instante y sólo con el rabillo del ojo. Tal vez un día yo me introduje aquí y no pude encontrar el camino de regreso.
-¡Continúe!-dijo Bessie riéndose. La señora Leaf también se rió entre dientes.
En la escuela, Bessie les preguntó a sus amigos si creían en las hadas. Inmediatamente  se convirtió en la burla del salón.
Por supuesto nadie creía en las hadas. ¡Qué idea! Con lágrimas en los ojos, Bessie trató de evitar a los otros niños, pero era imposible. La seguían a todos lados, saltando y riendo a su alrededor. Después de la escuela incluso la siguieron a su casa, por el baldío que cruzaba para llegar a la calle Balaclava.
Wilfred Gosling agitaba los brazos como si estuviera volando y Edna Lord fingía ser un hada de árbol de navidad. Con un nudo en la garganta, Bessie entró apresuradamente en su casa y cerró la puerta de un portazo.
¿Por qué no podía creer lo que deseaba creer?
¿Por qué no podía preguntar lo que quería saber?
Esa tarde subió al monte cercano a la ciudad. Desde donde estaba sentada podía ver el tejado de su casa. Necesitaba meditar las cosas. Sabía que no existían las hadas porque cuando se le cayó un diente, su madre le dijo que lo pusiera debajo de su almohada y el hada de los sientes lo compraría. Efectivamente, a la mañana siguiente había seis monedas, pero Bessie sabía que no las había dejado un hada, pues más tarde había encontrado su diente envuelto en seda, en la cajita de tesoros de su madre.
Pero también era cierto que la señora Leaf no era como otras viejitas. En primer lugar, no se cansaba. En segundo, comía las cosas más extrañas. Té y pan como todo mundo, aunque siempre usaba agua de lluvia para el té, nunca del grifo. Le gustaba mucho la lechuga y los pepinos, nunca comía carne y todo estaba frío siempre. En realidad, no tenía horno en su cocina. Algunas veces, simplemente salía a recolectar moras silvestres.
Nunca debes comer moras silvestres-le había advertido a Bessie-. Ésa es comida de duendes. Te pondrías muy enferma si lo hicieras, igual que las hadas se enfermarían si intentaran comer dulces.
Bessie prometió que nunca lo haría.
De vuelta a casa se detuvo en la casa de su tío. Lo encontró cuando regresaba del trabajo; después de que él se lavó y se cambió de ropa, fue a darle de comer s sus palomas.
-No existen las hadas, ¿o si, tío Harold?-preguntó.
-No lo sé de cierto, hija-dijo-. Nunca he visto una, pero tampoco he visto a ninguna paloma mirar un mapa y sin embargo, siempre regresan a casa sin ningún problema. En el camino a casa, a la hora del crepúsculo, Bessie murmuró para sí:
-En realidad no dijo que no existieran. Edna Lord no lo sabe todo.
Y a medida que las semanas se convertían en meses, una gran amistad creció entre Bessie y la anciana señora Leaf.
El Lunes de Pentecostés la viejecita estuvo presente para aplaudir cuando pasó Bessie en el Desfile de la Escuela Dominical. Hacia tanto calor que el asfalto se pegaba en las suelas de los zapatos nuevos de Bessie. Después del té especial en el salón de la iglesia, las dos amigas se fueron caminando juntas. Hablaban del hermoso día que hacía, y Bessie deseó que durara para siempre.
-Si usted fuera una hada, podría hacer magia para que perdurara por siempre-dijo.
-¡Válgame! No, no podría-sonrió la señora Leaf-.
-¿Y entonces porque pueden cambiar de feas a bonitas?-dijo Bessie rápidamente.
-Eso no es magia, es solo la forma en que están hechas-dijo la señora Leaf-. Ellas creen que ustedes, la gente grande, son mágicos.
-¡Nosotros!-dijo con asombro Bessie-. ¿Por qué?
-Bueno, ustedes comienzan la vida pequeños y aumentan de tamaño sin importar como se sientan. Eso es magia para ellas. Como vez, es solo porque ellas no los entienden a ustedes.
A medida que los meses se transformaban en años, Bessie dejó la escuela y comenzó a trabajar en la fábrica de hilados. La señora Leaf seguía siendo su mejor amiga, aunque ahora que Bessie ya era más grande la llamaba por su nombre…Daisy.
De vez en cuando hablaban del pasado, y de cómo Daisy solía intentar que Bessie creyera en las hadas.
“Es curioso,” pensó Bessie, “Daisy no se ve más grande que cuando la conocí. De hecho se ve más joven…”
Luego Bess conoció a Robert. Él también trabajaba en la fábrica, aunque no en una máquina. Él estaba en la oficina central.
Robert le tomó simpatía a Daisy inmediatamente, y a menudo comentaba que ella y Bess parecían hermanas. En la primavera, Bess y Robert se casaron y se mudaron a la vieja casa de Bess, en la calle Balaclava.
Algo curioso de la boda fue que Daisy no apareció en ninguna de las fotografías. Algunas veces había una mancha donde ella debía haber estado.
Robert se reía de eso, y decía que siempre salía algo mal en las fotografías y él tenía algo que ver.
Los tres pasaban momentos maravillosos. Ese verano incluso fueron a la playa. Daisy se convirtió casi en parte de la familia.
Después de seis años felices, se anunció por radio que la guerra había estallado. Robert se incorporó al ejército inmediatamente. Bess no quería que lo hiciera, pero él dijo que eso era lo correcto. Hubo lágrimas en la estación cuando Robert partió hacia Londres con su nuevo uniforme, y prometió escribir. Bess se alegró de que Daisy estuviera allí para acompañara a su casa, ¡se sentía tan perdida sin Robert!
Durante los meses siguientes llegaron montones de cartas, algunas provenientes del otro lado del mar. Después, repentinamente, dejaron de llegar y recibieron la noticia de que Robert no regresaría nunca más. Por el correo llegó una medalla con el nombre de Robert grabado, pero eso no alivió el dolor. Bess tenía el corazón destrozado, y Daisy cuidaba de ellas todos los días.
Pasaron los años y la tristeza por Robert se transformó en recuerdos alegres, tal y como Daisy lo había predicho.
Al tiempo que Bess envejecía, Daisy parecía rejuvenecer. Una noche de navidad, Bess le echó un discreto vistazo a su amiga y no pudo evitar pensar que era mucho más linda que la muchacha del programa de televisión que estaban viendo.
Siguen caminando tomadas del brazo a lo largo de la calle Balaclava, igual que la anciana y la niñita de hace muchos años. A Bess nunca se le ocurre pensar en lo bonita que se ve la pequeña Daisy. Tal vez las viejas amigas nunca advierten los cambios mutuos.
Sin embargo, de vez en cuando, Bess recuerda algo vagamente. Algo respecto a hadas que parecen jóvenes y bellas cuando están contentas…tonterías y disparates, ella sabía que no existían esas cosas…
…que siempre había conocido.