martes, 22 de mayo de 2012

Un Cuento de Hadas de Tony Ross

El reloj de la fábrica de hilados dejaba caer las cuatro de la tarde sobre los brillantes tejados de la calle Balaclava. Faltaba una hora para el té y Bessie se aburría. Su libro era bobo: Cuento de Hadas.
“¡HADAS! Tendrán la sensatéz de no vivir por aquí,” pensó, mirando hacia la obscura calle. “¿Porqué los libros no tratan sobre cosas reales en vez de inventar cosas todo el tiempo?” Afuera, la lluvia se detuvo, al tiempo que una luz amarillenta traspasaba las nubes negras. A lo lejos, un pájaro comenzó a cantar.

Bessie salió al patio y comenzó a botar una pelota. Alto, más alto y después, demasiado alto. La pelota desapareció detrás de la barda. Bessie se trepó al bote de la basura y se asomó.

El patio de la casa vecina era idéntico al suyo, excepto que todo estaba del lado contrario. Bessie saltó la barda, aunque sintió raro, como si estuviera pasando a otro país.
     De pronto, una anciana abrió la puerta trasera. Bessie se puso pálida y comenzó a explicar lo de la pelota. La anciana sonrió y le preguntó cuándo regresaría su madre.

-A las cinco y diez, señorita.

-Entonces era el momento-le sonrió la anciana-.

Yo soy la señora Leaf, y sé que tú eres Bessie.
Se sentaron y mientras comían pan untado con mantequilla y té, Bessie se preguntó cómo es que ella sabía su nombre. Después le platicó sobre sus tontos libros.
-¿Así que no crees en las hadas?-¡No!-dijo Bessie-. No existe algo como la magia.
-Pruébalo-dijo la señora Leaf.
Bessie soltó una risita.
-No se puede probar. Usted pruebe que si existe.
La señora Leaf se acomodó en el sillón.
-¿Alguna vez has tenido un momento mágico?-dijo-. ¿Una tarde de verano en la que el clima es tan cálido que el mundo se detiene, o en la Noche Buena, cuando puedes sentir la felicidad en el aire?
-Claro-susurró Bessie.
-¡Eso es!-se rió la señora Leaf-. Nunca desdeñes lo que no entiendas…pues, hasta yo podría ser un hada.
Como el día siguiente era sábado, a Bessie le dieron algo de dinero para gastar, y fue a la tienda de los Leach a comprar orozuz. Ahí estaba la señora Leaf, platicando en el mostrador, así que las dos se fueron a casa juntas.
-Fue gracioso que dijera usted que era una hada-dijo Bessie entre risitas.
-¿Porqué?-preguntó la señora Leaf.
-Bueno, las hadas son pequeñas, y bonitas-dijo Bessie.
-Pueden serlo-murmuró la anciana-.Pero también pueden parecer viejas y feas. Todo depende de cómo se sientan. Cuando están tristes pueden verse horribles, sin embargo, cuando están contentas, se vuelven tan finas que casi flotan en el aire.
-Entonces, si usted realmente fuera un hada-dijo Bessie-, sería un hada muy triste.
Como para compensar su rudeza rápidamente añadió:
-¿Nos podemos volver a ver mañana?
-Claro-sonrió la señora Leaf, y cerró la puerta de su casa.
Voy a suponer que usted es un hada-dijo Bessie. Iban caminando juntos al muelle-.¿Porqué vive en una ciudad tan sucia y vieja como ésta?
-Siempre he vivido aquí-dijo la señora Leaf con tristeza-. Veras, el mundo de las hada está aquí ahora, solo que no puedes verlo. –Sacó una moneda de su bolsa-. Es como si tu vivieras en un lado de esa moneda y ellas vivieran en el otro lado. Las dos partes están aquí, pero no se pueden ver una a la otra.
Se detuvieron en la esclusa y la señora Leaf señaló el suelo.
-Las hadas no construyen nada, así que en su mundo, en este momento, hay hierba allí donde están esos adoquines.
Siguieron caminando.
-Algunas veces un hada puede introducirse en tu mundo, y si tienes mucha suerte es posible que llegues a verla. Aunque sólo por un instante y sólo con el rabillo del ojo. Tal vez un día yo me introduje aquí y no pude encontrar el camino de regreso.
-¡Continúe!-dijo Bessie riéndose. La señora Leaf también se rió entre dientes.
En la escuela, Bessie les preguntó a sus amigos si creían en las hadas. Inmediatamente  se convirtió en la burla del salón.
Por supuesto nadie creía en las hadas. ¡Qué idea! Con lágrimas en los ojos, Bessie trató de evitar a los otros niños, pero era imposible. La seguían a todos lados, saltando y riendo a su alrededor. Después de la escuela incluso la siguieron a su casa, por el baldío que cruzaba para llegar a la calle Balaclava.
Wilfred Gosling agitaba los brazos como si estuviera volando y Edna Lord fingía ser un hada de árbol de navidad. Con un nudo en la garganta, Bessie entró apresuradamente en su casa y cerró la puerta de un portazo.
¿Por qué no podía creer lo que deseaba creer?
¿Por qué no podía preguntar lo que quería saber?
Esa tarde subió al monte cercano a la ciudad. Desde donde estaba sentada podía ver el tejado de su casa. Necesitaba meditar las cosas. Sabía que no existían las hadas porque cuando se le cayó un diente, su madre le dijo que lo pusiera debajo de su almohada y el hada de los sientes lo compraría. Efectivamente, a la mañana siguiente había seis monedas, pero Bessie sabía que no las había dejado un hada, pues más tarde había encontrado su diente envuelto en seda, en la cajita de tesoros de su madre.
Pero también era cierto que la señora Leaf no era como otras viejitas. En primer lugar, no se cansaba. En segundo, comía las cosas más extrañas. Té y pan como todo mundo, aunque siempre usaba agua de lluvia para el té, nunca del grifo. Le gustaba mucho la lechuga y los pepinos, nunca comía carne y todo estaba frío siempre. En realidad, no tenía horno en su cocina. Algunas veces, simplemente salía a recolectar moras silvestres.
Nunca debes comer moras silvestres-le había advertido a Bessie-. Ésa es comida de duendes. Te pondrías muy enferma si lo hicieras, igual que las hadas se enfermarían si intentaran comer dulces.
Bessie prometió que nunca lo haría.
De vuelta a casa se detuvo en la casa de su tío. Lo encontró cuando regresaba del trabajo; después de que él se lavó y se cambió de ropa, fue a darle de comer s sus palomas.
-No existen las hadas, ¿o si, tío Harold?-preguntó.
-No lo sé de cierto, hija-dijo-. Nunca he visto una, pero tampoco he visto a ninguna paloma mirar un mapa y sin embargo, siempre regresan a casa sin ningún problema. En el camino a casa, a la hora del crepúsculo, Bessie murmuró para sí:
-En realidad no dijo que no existieran. Edna Lord no lo sabe todo.
Y a medida que las semanas se convertían en meses, una gran amistad creció entre Bessie y la anciana señora Leaf.
El Lunes de Pentecostés la viejecita estuvo presente para aplaudir cuando pasó Bessie en el Desfile de la Escuela Dominical. Hacia tanto calor que el asfalto se pegaba en las suelas de los zapatos nuevos de Bessie. Después del té especial en el salón de la iglesia, las dos amigas se fueron caminando juntas. Hablaban del hermoso día que hacía, y Bessie deseó que durara para siempre.
-Si usted fuera una hada, podría hacer magia para que perdurara por siempre-dijo.
-¡Válgame! No, no podría-sonrió la señora Leaf-.
-¿Y entonces porque pueden cambiar de feas a bonitas?-dijo Bessie rápidamente.
-Eso no es magia, es solo la forma en que están hechas-dijo la señora Leaf-. Ellas creen que ustedes, la gente grande, son mágicos.
-¡Nosotros!-dijo con asombro Bessie-. ¿Por qué?
-Bueno, ustedes comienzan la vida pequeños y aumentan de tamaño sin importar como se sientan. Eso es magia para ellas. Como vez, es solo porque ellas no los entienden a ustedes.
A medida que los meses se transformaban en años, Bessie dejó la escuela y comenzó a trabajar en la fábrica de hilados. La señora Leaf seguía siendo su mejor amiga, aunque ahora que Bessie ya era más grande la llamaba por su nombre…Daisy.
De vez en cuando hablaban del pasado, y de cómo Daisy solía intentar que Bessie creyera en las hadas.
“Es curioso,” pensó Bessie, “Daisy no se ve más grande que cuando la conocí. De hecho se ve más joven…”
Luego Bess conoció a Robert. Él también trabajaba en la fábrica, aunque no en una máquina. Él estaba en la oficina central.
Robert le tomó simpatía a Daisy inmediatamente, y a menudo comentaba que ella y Bess parecían hermanas. En la primavera, Bess y Robert se casaron y se mudaron a la vieja casa de Bess, en la calle Balaclava.
Algo curioso de la boda fue que Daisy no apareció en ninguna de las fotografías. Algunas veces había una mancha donde ella debía haber estado.
Robert se reía de eso, y decía que siempre salía algo mal en las fotografías y él tenía algo que ver.
Los tres pasaban momentos maravillosos. Ese verano incluso fueron a la playa. Daisy se convirtió casi en parte de la familia.
Después de seis años felices, se anunció por radio que la guerra había estallado. Robert se incorporó al ejército inmediatamente. Bess no quería que lo hiciera, pero él dijo que eso era lo correcto. Hubo lágrimas en la estación cuando Robert partió hacia Londres con su nuevo uniforme, y prometió escribir. Bess se alegró de que Daisy estuviera allí para acompañara a su casa, ¡se sentía tan perdida sin Robert!
Durante los meses siguientes llegaron montones de cartas, algunas provenientes del otro lado del mar. Después, repentinamente, dejaron de llegar y recibieron la noticia de que Robert no regresaría nunca más. Por el correo llegó una medalla con el nombre de Robert grabado, pero eso no alivió el dolor. Bess tenía el corazón destrozado, y Daisy cuidaba de ellas todos los días.
Pasaron los años y la tristeza por Robert se transformó en recuerdos alegres, tal y como Daisy lo había predicho.
Al tiempo que Bess envejecía, Daisy parecía rejuvenecer. Una noche de navidad, Bess le echó un discreto vistazo a su amiga y no pudo evitar pensar que era mucho más linda que la muchacha del programa de televisión que estaban viendo.
Siguen caminando tomadas del brazo a lo largo de la calle Balaclava, igual que la anciana y la niñita de hace muchos años. A Bess nunca se le ocurre pensar en lo bonita que se ve la pequeña Daisy. Tal vez las viejas amigas nunca advierten los cambios mutuos.
Sin embargo, de vez en cuando, Bess recuerda algo vagamente. Algo respecto a hadas que parecen jóvenes y bellas cuando están contentas…tonterías y disparates, ella sabía que no existían esas cosas…
…que siempre había conocido.          

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