Dicen que en la lejanía
de los tiempos, en el comienzo de todas las cosas, había tres hermanos. Dos
eran hombres, y la hermana era una muchacha bonita llamada, Uniaí.
Uniaí era la dueña del Noçoquém, un lugar
encantado, uno de los lugares más hermosos de la tierra. Solo ella conocía todas
las plantas que había ahí: las que servían para comer, las medicinales, las
buenas para hacer jícaras y otras para hacer cuentas de collar. Todo lo que
necesitaban sus hermanos ellas se los enseñaba poco a poco. Fue ella quien
plantó en Noçoquém un árbol de castaño que creció como ninguno.
Uniaí no tenía marido.
En aquel tiempo los animales eran también personas
y todos tenían un solo deseo: casarse con ella. Pero los hermanos de Uniaí no
querían: era mejor que su hermana se quedara con ellos, consiguiéndoles todo lo
que necesitaban.
Entre los
animales, la viborita fue la primera en manifestar su deseo. Todos los días esparcía
en el camino un perfume que alegraba y enternecía el corazón.
Uniaí pasaba por ahí y exclamaba, “¡Qué rico perfume!” La viborita que
siempre andaba ahí cerca, acabó por animarse con esos cumplidos, y dijo, “¡Le gustó a Uniaí!¡Lo sabía!” Y fue a
tenderse las adelante en medio del camino. Cuando llegó Uniaí, la viborita la
miró fijamente a los ojos y deseo que fuera su esposa. Con ese simple
encantamiento, cualquier animal, planta o persona estaba ya casado y engendraba
un hijo.
De esta forma, con el encantamiento del
perfume, Uniaí quedó embarazada. Sus hermanos se pusieron furiosos. Uno de
ellos dijo, “¡Ahora Uniaí va a cuidar a
su niño y ya no nos va a ayudar en nada!” dijo.
Por ningún motivo querían ver a su hermana
con un hijo. Fue por eso que Uniaí se marchó de Noçoquém. Entre tanto, el árbol
de castaño se había hecho tan grande y frondoso que parecía un cielo verde. Y
de sus ramas pendían unos erizos que, como cajita de sorpresa, guardaban
adentro las castañas.
Uniaí construyó
una casa muy muy lejos, cerca de un río. El niño nació fuerte y bonito. Su
madre lo bañaba entre las mariposa que acostumbraban volar junto a las riberas.
Y ahí fue creciendo el niño cada vez más fuerte y hermoso. Uniaí le contaba
historias de Noçoquém. Le contaba de las plantas, de sus tíos y del árbol de
castaño.
Cuando el niño aprendió a hablar, exclamó, “Yo
también quiero comer castañas. Yo también quiero comer esas frutas que tanto
les gusta a mis tíos.” Uniaí dijo, “No
es fácil, hijo mío. Ahora tus tíos son los dueños de Noçoquém y nosotros no
podemos entrar ahí.” Pero el niño insistía que quería comer esas frutas tan
deliciosas. Pero Uniaí le decía, “Es
peligroso, hijo mío. Tus tíos pusieron como guardianes al tepescuincle, al periquito
y a la guacamaya.” El niño dijo, “Pues
de todos modos quiero ir.” Quería porque quería. A Uniaí no le quedó más
remedio que contentarlo. Así que se pusieron en camino.
Poco después, en
Noçoquém, el tepescuincle vio debajo del árbol de castaño las cenizas de una
hoguera en donde alguien había asado castañas. Enseguida fue a contárselo a los
hermanos de Uniaí.
Uno de los hermanos sacudió la cabeza y
dijo, “¿Cómo es posible?¿No será que el tepescuincle
se equivocó?” Pero también el periquito vio lo mismo, y también la
guacamaya. Así que los dos hermanos decidieron mandar al chango que vigilara el
árbol; entonces, escondiéndose en la espesura, sacó su arco y le disparó una
flecha. Cayó un montón de castañas, y junto con las castañas, el niño.
Apenas Uniaí se
dio ausencia de su hijo, salió corriendo hacia Noçoquém. Corrió y corrió sin
parar. Cuando llegó encontró a su hijo muerto. Sopló y volvió a soplar, pero
nada. ¡Entonces lloró, lloró desesperadamente, no dejaba de llorar!
Pero de tanta tristeza brotó la fuerza, Entonces
Uniaí dijo, “Tus tíos te hicieron
esto. Querían verte muerto. ¡Pero, vas a
ver, haré de ti la semilla de la planta más poderosa que jamás se ha visto!”
Y Uniaí plantó a su hijo en la tierra, y cantó de esta manera: “¡Grande serás curador de los hombres! Todos
tendrán que acudir a ti para acabar con las enfermedades, para tener fuerza en
la guerra y fuerza en el amor. ¡Grande serás!”
Entonces, del
ojo izquierdo del niño nació una planta que no era fuerte. Era el falso
guaraná, que todavía existe y que los indios llaman “uaraná-hôp.” Después, del ojo derecho nació el guaraná verdadero,
que los indios llaman “uaraná-cécé.”
Por eso, el fruto del guaraná se parece al ojo de las personas.
Unos días después, Uniaí fue a ver la
planta que había criado. El guaraná estaba ya grande y lleno de frutos. Y
debajo de él encontró a su hijo alegre, fuerte, y hermoso.
Ese niño que nació de la tierra como una
planta, fue el primer indio Maué. Él
es la fuerza y la vitalidad. Y es el origen de la tribu.
Texto e ilustraciones: Cecilia Fittipaldi.
A
pesar de que todos los habitantes del América se les llamó con el mismo nombre:
indios, las poblaciones que la formaban eran muy diferentes entre sí. Tenían
distintos rasgos físicos, existía una variedad de idiomas y de costumbres. En
muchos países americanos viven aún grupos indígenas. Cecilia Fittipaldi, quien
escribió e ilustró esa historia, ha convivido con varios grupos de indios y te
cuenta su mundo. Tanto en la narración como en los dibujos encontrarás los
rasgos distintivos de los indios que viven en Brasil.
Hermoso libro. gracias por subirlo :)
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