Era bueno el mundo Navajo de Ani: un mundo de arenas ondulantes, de altos
riscos de color cobrizo a lo lejos y de una planicie baja cerca de su choza.
Las calabazas entre el maizal estaban amarillas y las espiguillas del maíz
tomaban un color marrón.
Cada mañana, la puerta del corral, que estaba cerca de la choza, se
abría de par en par y las ovejas salían a pastar al desierto.
Ani ayudaba a cuidar ovejas. Llevaba cubetas de agua al maizal. Y todos
los días caminaba hasta la parada y esperaba el autobús amarillo que la llevaba
y traía a la escuela.
Lo mejor de todo eran las noches, cuando se sentaba a los pies de su
abuela y escuchaba historias de tiempos pasados.
A veces Ani le parecía que su abuela era de la misma edad: una niña que
solo había presenciado nueve o diez cosechas. Si un ratón se escabullía o
brincaba por el duro suelo de tierra de la choza, Ani y su abuela se reían
juntas.
Y cuando preparaba el pan frito para la cena, si se quemaba un poco en
las orillas, se reían y decían que así sabía mejor. Otras veces, cuando su
abuela se sentaba, menuda y apacible, Ani comprendía que era muy vieja.
Entonces Ani cubría las rodillas delgaditas de la anciana con una manta
calientita. Una de esas veces, su abuela dijo:
-Mi nieta, es tiempo de que aprendas a tejer.
Ani tocó la trama de arrugas que surcaba la cara de su abuela, y
lentamente salió de la choza.
Junto a la puerta, su padre, sentado con las piernas cruzadas, estaba
trabajando con plata y fuego, haciendo un hermoso y pesado collar. Ani pasó
frente a él y fue hasta el gran telar
donde su madre tejía sentada.
Ani se sentó junto al telar a mirar, mientras su madre deslizaba la
lanzadera entre los hilos de la urdimbre. Con lana roja, su madre añadió una
hilera a una flecha roja que relucía sobre el fondo obscuro.
Ani se puso a pensar en otras cosas. Se acordó de las historias que le había
contado su abuela: historias de tiempos difíciles, cuando las lluvias inundaron
el desierto; de sequías, cuando no llovía y las calabazas y el maíz se secaban
en el campo.
Ani dirigió su mirada a través de la arena,
donde los cactos se llenaban de rojos frutos, y pensó en el coyote-el perro de dios-que cuida las chozas de
los navajos, diseminadas por el desierto.
Ani observaba mientras su madre trabajaba. Se obligó a permanecer
inmóvil.
Después de un rato, su madre la miró y sonrió.
-¿Esas lista para tejer hija mia?
Ani negó con la cabeza.
Continuó mirando, mientras su madre movia la lanzadera haciendo un hueco
para que pasaran los hilos de lana gris y ropa.
Por fin, su madre le dijo con suavidad:
-Puedes irte-como si supiera
que eso era lo que ella quería.
Ani se fue corriendo a reunirse con su abuela, y juntas recogieron varitas
y yerbas secas para el fuego que se encendía en el centro de la choza.
Cuando la cena estuvo dispuesta, la anciana llamó a la familia.
Ani, su madre y su padre permanecieron de pie, respetuosamente,
esperando a que la abuela hablara.
Desde la meseta un coyote aulló. En la choza no se oía un ruido. No se
oía nada, excepto el crepitar débil del fuego que se apagaba.
Entonces la abuela habló suavemente.
-Hijos míos, cuando el nuevo
tapete se pueda bajar del telar, yo me iré a la Madre Tierra.
Los ojo de su madre brillaban llenos de lagrimas, y Ani supo lo que su
abuela quería decir.
Su corazón dio un vuelco, y ella guardó silencio
La anciana volvió a hablar.
-Cada uno de ustedes elegirá el
regalo que desee.
Ani miró el suelo de tierra dura, bien barrido y limpio.
-¿Tú qué quieres nieta mía?-preguntó la abuela.
Ani contempló una lanzadera apoyada en la pared de la choza. Era la lanzadera
de la abuela, bella y pulida por el tiempo. Ani la miró directamente.
Como si Ani hubiera hablado, su abuela asintió.
-Mi nieta recibirá mi lanzadera.
En el suelo de la choza había un tapete que había tejido la abuela hacía
mucho, mucho tiempo. Sus colores se habían atenuado y su urdimbre y tejido eran resistentes.
La madre de Ani eligió el tapete. Su padre escogió el cinturón de plata
incrustado con turquesas que ahora le venía grande a la pequeña cintura de la
anciana.
Ani cruzó los brazos con fuerza sobre su pecho y salió; su madre la siguió.
-¿Cómo sabe mi abuela que irá a la Madre Tierra cuando
se baje el tapete del telar?-preguntó Ani.
-Muchos viejos lo saben-dijo su madre.
-¿Cómo lo saben?
-Tu abuela es una de esas personas
que viven en armonía con toda la naturaleza: con la tierra, el coyote, las aves
del cielo. Sabe más de lo que muchos jamás podrían aprender. Esos ancianos
saben.
Su madre suspiró profundamente.
-Vamos a hablar de otras cosas.
Durante los días que siguieron, la abuela continuó trabajando como
siempre lo había hecho.
Molió el maíz para el pan.
Recogió leña seca y varas para hacer fuego.
Y cuando no había escuela, ella y Ani cuidaban de las ovejas y escuchaban
la música clara y dulce del cencerro que colgaba del collar de la cabra guía.
El tejido del telar había crecido mucho. Casi llegaba a la cintura de
Ani.
-Madre-dijo Ani-, ¿Porqué tejes?
-Tejo para que podamos vender el
tapete y comprar las cosas que necesitamos en la tienda general. Plata para la joyería.
Piel de venado para las botas.
-Pero ya sabes lo que dijo mi abuela.
La madre de Ani no contestó. Hizo pasar su lanzadera por la trama y
enganchó un hilo de lana de color
rojizo.
Ani se dio vuelta y corrió. Corrió por la arena y fue a acurrucarse a la
sombra de un pequeño saliente. Su abuela regresaría a la Tierra cuando se
bajara el tapete del telar. El tapete no debía terminarse. Su madre no debía tejer.
A la mañana siguiente, Ani seguía a su abuela adonde ella fuera.
Cuando fue hora de ir a la parada del autobús de la escuela, ella empezó
a haraganear, caminando despacio y mirándose los pies. Quizás así perdería el
autobús.
Y de pronto no quiso perderlo. Ya sabía lo que tenía que hacer.
Corrió lo más aprisa que pudo, respirando profundamente y el autobús
amarillo la estaba esperando en la parada.
Ani subió. El autobús avanzó; luego hizo algunas paradas ante las chozas
del camino. Ani se sentó sola y preparó su plan.
En la escuela se portaría mal, tan mal que la maestra tendría que llamar
a su madre y a su padre.
Y si su madre y su padre iban a la escuela a hablar con la maestra, sería
un día que su madre no podría tejer. Un día.
En el patio, la maestra de Ani se encargaba de la clase de gimnasia de
las niñas.
-¿Quién dirigirá hoy los ejercicios?-preguntó la maestra.
Nadie contestó.
La maestra rió.
-Muy bien. Entonces yo dirigiré.
La maestra era joven, con cabello rubio. Su falda azul era amplia, y los
tacones de sus zapatos de color café eran altos.
La maestra se quitó los zapatos bruscamente y las niñas rieron.
Ani siguió los movimientos de la maestra: agachándose, saltando, y luego
esperó el momento en que la maestra les hiciera correr alrededor del patio.
Cuando Ani pasó corriendo junto a donde
estaban los zapatos de la maestra, recogió uno y lo escondió entre los pliegues
de su vestido.
Así pasó corriendo junto a un bote de basura y dejó caer adentro el
zapato.
Algunas niñas la vieron y rieron, pero otras se pusieron serias y
solemnes.
Cuando la fila pasó cerca de la puerta del salón de clases, Ani salió de
ella, y se sentó ante su pupitre.
Oyó claramente cuando la maestra hablaba afuera de las niñas.
-El otro zapato por favor.
Su voz era agradable.
Hubo un silencio.
Cojeando, con un zapato puesto y el otro no, la maestra entró en el
aula.
Las niñas la siguieron, riendo y tapándose la boca con la mano.
-Ya sé que es chistoso-dijo la
maestra-, pero ahora necesito el zapato.
Ani miró hacia las duelas del piso. Un escarabajo negro y brillante se
escabulló entre las rendijas.
Se abrió la
puerta, y entró un maestro con un zapato en la mano. Al pasar junto al
pupitre de Ani le colocó el hombro y le
sonrió.
-Vi a alguien haciendo travesuras-dijo.
La maestra miró
a Ani y toda la clase guardo silencio.
Cuando
terminaron las clases, Ani esperó.
Tímidamente,
encogido el corazón, se acercó al escritorio de la maestra.
-¿Quieren que venga mi madre y mi padre a la escuela?-preguntó.
-No, Ani-dijo la maestra-. Ya tengo zapato.
Todo está bien.
Ani sentía la
cara caliente y las manos frías. Dio la vuelta y corrió. Fue la última en subir
al autobús.
Por fin, llegó a
su parada. Bajó de un salto y lentamente inició el largo camino a casa. Se detuvo
junto al telar.
El tapete le llegaba ya mucho más arriba de la
cintura.
Esa noche, Ani
se acurrucó bajo su manta. Durmió poco y despertó antes del amanecer.
No se oía nada
bajo la piel de borrego que cubría a su madre. Su abuela era un bulto
silencioso, envuelta en su manta. Ani solo oía la fuerte respiración de su
padre dormido. No había otro sonido en toda la Tierra, excepto el aullido de un
coyote en la lejanía del desierto.
En la luz tenue
del amanecer, Ani se dirigió al corral donde dormían las ovejas. La madera seca
rechinó cuando ella abrió la puerta de par en par.
Tiró de una oveja
hasta que se levantó en silencio. Entonces otras más se levantaron, inciertas, empujándose.
La cabra guía se volvió hacia la puerta abierta y Ani deslizó sus dedos entre
el collar que llevaba el cuello. Apretó la punta de los dedos sobre el
cencerro, acallando su sonido y dirigió la cabra hacia la puerta. Las ovejas la
siguieron.
Las condujo por
la arena y, rodeando la pequeña meseta, soltó a la cabra.
-Vete-le
dijo.
Corrió de vuelta
a la choza, de deslizó bajo su manta y se quedó temblando. Ahora su familia
buscaría las ovejas durante todo el día. Ese día su madre no tejería.
Cuando se hizo
plenamente de día y hubo luz, Ani vio como su abuela se levantaba y salía.
Ani oyó que la
llamaba.
La madre y el
padre de Ani salieron apresurados, y Ani los siguió.
Su madre
murmuraba.
-Los borregos…los
borregos…
-Ya los veo-dijo
la abuela-. Esta pastando cerca de la meseta.
Ani fue con su abuela
y cuando alcanzaron a los borregos, los dedos de Ani se deslizaron bajo el collar
de la cabra y el cencerro sonó con fuerza; los borregos la siguieron hasta el
corral.
Aquel día en la escuela, Ani estuvo tranquila, sentada, pensando qué más
podía hacer. Cuando la maestra hacía preguntas, Ani miraba al suelo. Ni
siquiera la oía.
Cuando llegó la noche, se envolvió en su manta, pero no para dormir.
Cuando hubo
silencio se deslizó de su manta y salió de la choza.
El cielo estaba
obscuro y misterioso. El viento soplaba levemente contra su cara. Por un momento
permaneció inmóvil hasta que pudo ver en la noche. Fue hasta el telar.
A tientas buscó
la lanzadera donde estaba colocada entre los hilos de la trama. Separó la trama
y buscó la lana.
Despacio, tiró
de las hebras de lana, una por una. Una por una las fue colocando sobre sus
rodillas.
Y cuando hubo
sacado toda una hilera, separó otra vez los hilos de la trama y siguió con la
segunda hilera.
Cuando la altura
del tapete tejido llego hasta la cintura, volvió en silencio a su manta, llevándose
las hebras de lana. Bajo la manta, enredó los hilos e hizo con ellos una bola.
Y entonces se durmió.
A la noche
siguiente. Deshizo el tejido de todo el día.
Por la mañana,
cuando su madre fue al telar, se quedó mirando el tejido, asombrada.
Por un momento
se apretó los ojos con los dedos. La anciana miró a Ani con curiosidad. Ani aguantó
la respiración.
La tercera
noche, Ani se deslizó hasta el telar. Una mano suave le tocó el hombro.
-Vete a dormir, mi nieta-dijo la anciana.
Ani quiso
abrazar a su abuela por la cintura y decirle porqué se había portado mal, pero
solo pudo volver tropezando, hasta su manta, acurrucarse bajo ella y dejar que
las lagrimas se deslizaran hasta su pelo.
Cuando llegó la
mañana, Ani salió de su manta y ayudó a preparar el desayuno.
Después siguió a su abuela a través del maizal. La
abuela caminaba lentamente y Ani adaptó su paso al de la anciana.
Cuando llegaron
a la pequeña meseta, la anciana se sentó cruzando las rodillas, y juntando sus
dedos deformes sobre el regazo.
Ani se arrodilló
a su lado. La anciana miró a lo lejos, donde la orilla del desierto se une con
el cielo.
-Nieta mía-dijo-,
has querido detener el tiempo. Eso no puede hacerse.
El desierto se
extendía, amarillo y marrón, hasta el cielo de la mañana.
-El sol sale de
la orilla de la Tierra por la mañana. Vuelve a la orilla de la Tierra por la
noche. La Tierra, de la que salen cosas buenas para los seres vivos que hay en
ella. La Tierra, a donde van a para finalmente todos los seres vivos.
Ani tomó un
puñado de arena color marrón y la apretó con la palma de la mano. Lentamente, la
dejó correr al suelo. Comprendió muchas cosas.
El sol salía
pero también se ponía.
El cacto no
floreaba siempre. Los pétalos se desprendían y caían a la tierra.
Supo que ella
era parte de la Tierra y de las cosas que había sobre ésta. Siempre sería parte
de la Tierra, como lo había sido su abuela, sería su abuela siempre y para
siempre.
Y Ani se quedó
sin respiración, maravillada.
Volvieron a la
choza juntas, Ani y la anciana.
Ani tomó la
vieja lanzadera.
-Estoy lista
para tejer-le dijo a su madre-. Usaré la lanzadera que me ha dado mi abuela.
Se arrodilló
ante el telar. Separó los hilos de la trama y deslizó la lanzadera hasta su
lugar, como lo hacía su madre, como lo había hecho su abuela.
Tomó un hilo de
lana gris y empezó a tejer.
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